Guarda ché luna... Franco!
En Ortigia, Siracusa, me llega la noticia: la pasada madrugada Franco Di Francescantonio se ha ido. En este viejo recinto de Ortigia -que él tanto amaba- su desaparición se hace más presente y dolorosa. Ayer mismo hablábamos de él con algunos compañeros de La Orestiada, que estamos representando en el festival clásico de esta ciudad. Como ocurre casi siempre, lo anunciado como inexorable nos hacía sin embargo albergar esperanzas de que una vez más su poderosa energía y su inmenso impulso vital le llevarían a superar la compañía destructora de una dolencia largo tiempo arrastrada.
Franco di Francescantonio, romano de nacimiento, florentino de vocación y paseador del mundo, no era solamente un actor impresionante. Poseedor de una voz profunda, matizada y llena de colores, era un atleta afectivo de gran rigor y un inspirado dominador de la gestualidad y de la acción corporal. Por encima de todo era un talento cargado de humanidad; tras sus inicios como escenógrafo, su asentamiento en el lado difícil de la actuación le llevó -en un alarde de generosidad- a transmitir su experiencia de una manera brillante, siendo profesor y mentor de varias generaciones de actores. Su precisión, su sentido de la búsqueda, su posicionamiento ante el teatro y la vida, le convertían en un ser asombrosamente cálido y lúcido. Un extraordinario ciudadano del teatro que transitaba por mundos reveladores de paradojas acechantes, de sentimientos ocultos y de honduras agazapadas entre lo cotidiano.
Le conocí hace años, pues no en vano su vinculación con Barcelona fue siempre fructífera y definitiva -pienso en Jordi Collet y en tantos amigos que deja-, pero ha sido durante el último año y medio cuando además de admirarle como hombre de teatro he tenido la satisfacción de convertirme en amigo suyo, al tiempo que descubría a un ser íntegro, tierno, lúdico, lleno de vida y dispuesto a interesarse por los más diversos temas.
El público del Teatro Español de Madrid tuvo ocasión el pasado mes de mayo de asombrarse y vitorearle puesto en pie, en su turbador y esplendido recorrido por textos y canciones populares italianas. Más, mucho más que un recital, un buceo en el alma verdadera -tantas veces oculta por la banalidad- de textos y músicas, tan sólo ligeras en apariencia, y que han marcado el alma colectiva de varias generaciones. Una restitución de verdadero significado y emoción, descubriendo en ellas la pasión palpitante de un corazón arrebatado.
Se ha ido un gran actor, un gran amigo, un gran hombre, comprometido con el arte, la belleza, y la terrible situación mundial que nos ha tocado vivir. Su ejemplo, en la vida y en el teatro, nos vendrá muy bien para seguir navegando por este mundo tan lleno de espejismos.
Recuerdo una noche, cenando tras un soberbio monólogo que representó en Madrid, en la que Franco, junto a Narcís Puig, Mónica López y otros amigos, ocultando su estado de debilidad, hablaba, reía y cantaba ópera, canzonetta, y nos revelaba su deseo oculto (simulado, por supuesto): ser un astro de la canción del verano y responder al rutilante nombre de Franco Bari...
Y ahí va Franco, navegando por el estadio interestelar de nuestra memoria, guardando la luna, silbando il vechio frac, percutando el azzurro, enfundado en un misterioso terno blanco rematado por la eterna gabardina del extranjero salido de la niebla y coronado por un poético panamá... entrando y saliendo de las brumas de la intensidad: ojos caídos de mirada soñadora, testa prominente de patricio romano, nostalgia y placer en su rostro y en su cuerpo, tristeza y calidez en sus manos con las que dibujaba en el aire precisos mundos perdidos por los que valía la pena luchar.
Ciao, Franco. Bon viaggio. Gracias.
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