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Columna
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El talud

Alberto y Pedro, Mercedes y Jorge, Sergio y Luis, Manuel y Marcos, Julio, Jesús y José. Y cuantos año tras año se fueron combatiendo el fuego incívico y destructor en la vieja Piel de Toro, a uno y otro lado de la raya de Portugal. A todos les haría falta la mano de un poeta de inteligencia clara y corazón ancho que dejase para la posteridad en una elegía su valentía y coraje, su sacrificio en aras de lo que es de todos: la naturaleza. Esa desgraciada no necesita de nosotros, pero nosotros la necesitamos. Que así rezaba un anuncio publicitario que emitían algunas cadenas de televisión centroeuropeas a mediados de los ochenta del pasado siglo, invitando a respetar el medio ambiente. Una publicidad que se emitía cuando la conciencia por los valores del entorno empezaba a hacer mella en amplios sectores de la ciudadanía, acuciados por el empuje de las minorías verdes, de los grupos ecologistas, de esos grupos todavía minoritarios entre nosotros que tan denostados son por los prebostes provincianistas del cemento y el desarrollismo a ultranza. Alberto y Pedro, Mercedes y Jorge, Sergio y Luis, Manuel y Marcos, Julio, Jesús y José, probablemente no tuvieron la oportunidad de recibir aquellos mensajes: andaban la mayoría de ellos todavía por el silabeo en la escuela primaria, o ajenos a mensajes que, en Guadalajara, sólo se captaban con antenas parabólicas. Pero les llegó y se engancharon en el retén que ese otro día se fue a apagar el fuego incívico que devoraba el alto Tajo, como a diario devora los rincones verdes que nos quedan en el País Valenciano.

Los de Guadalajara con nombres propios, y el que cayó con su avioneta mientras rociaba el frente destructor con agua, y las decenas largas que perecieron en Portugal durante los últimos meses, y quienes fatídicamente podrán ver segadas sus vidas en cualquier instante, necesitan una elegía que sea una canto épico para el mañana. Hoy desaparecen en una pira ignominiosa en que la irresponsabilidad, el descuido que debería considerarse delictivo o la intencionalidad criminal convierten los escasos bosques peninsulares. Y desaparecen por la convicción y el principio de que un árbol es un hombre, y el bosque es vida. Esos valores alentaron a los del alto Tajo a acudir a salvar la vida apagando fuego por cerros y quebradas. Y tropezaron con el talud, con una de esas aberturas estrechas y abruptas entre los montes que con las llamas convierte su belleza en muerte. Hoy la suya es un lamento, aunque para mañana puede ser esperanza si no olvidamos sus nombres, si su recuerdo se acompaña del respeto social y la consideración de todos a la naturaleza como vida que se debe proteger porque se necesita. Como se necesita mayor prevención de incendios, y mayor intervención de los poderes públicos para acabar con tanta ignominia apenas nos llega la sequedad. Un mañana cargado de esperanza para Alberto y Pedro, Mercedes y Jorge, Sergio y Luis. Manuel y Marcos, Julio, Jesús y José, es un mañana sin quiebras hondas entre montañas convertidas en chimeneas mortales donde desaparecen muchos años jóvenes, mucha vida intentando salvar la naturaleza que también es vida. Cuando, irremediablemente, dentro de unos años se nos anuncie un ciclo seco, el contratiempo no se convertirá en tragedia si el recuerdo conserva sus nombres propios.

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