Paraísos
Hay unos pocos veranos de la infancia que recuerdo con la precisión de un paraíso que evoco para repasarlo y comprobar que todo sigue allí: es lo inmóvil, lo que me soporta y me ancla, lo cierto. Vuelvo y de nuevo asisto al combate de la sombra de los árboles contra un sol que la amenaza como un destino demasiado poderoso; vuelvo para andar aquel camino con la levedad de los sueños, sin pesar; y oigo una cadencia del agua parecida a la de un sueño muy plácido pero también muy ligero, amenazado siempre por lo mismo. Claro: aquello era el principio y cualquier cosa sería nueva, y sería un final.
No hace calor en esos dos o tres veranos; o más bien: el calor se convierte en el silencio especial de determinadas horas; o en la primera luz de cada día sobre el rocío. Lo que hay son los grillos indescifrables, un burro lisiado por los años, un carro, un tiempo más lento, el color blanco, el añil, plantas cuyo nombre no llegué a saber; y las almendras, los ojos de las vacas, la ropa tendida al sol sobre pequeños macizos de hierba y sujeta con piedras en las esquinas; una pieza grande de jabón; y la tierra, que tiene su canción para el ensimismamiento.
La preservación del paraíso es esencial para la supervivencia, pero no puede confiarse a los sistemas de archivo que saturan hoy nuestras vidas. El trabajo de la memoria es esencial, casi nuestra única arma. Los únicos arqueólogos que pueden encontrar rastros del paraíso son los profesionales de la inmersión en el inconsciente, que suelen poner una marca aquí o allá con alfileres de cabeza de distintos colores dependiendo de que hayan localizado un abandono o un descubrimiento. Las fotos, por ejemplo, no sirven; es más, crean grandes confusiones. Las fotografías en las que alguna vez estuvo el paraíso, con el tiempo, en vez de borrarse para ir desapareciendo lentamente, sufren un proceso de mutación en el que progresivamente las pequeñas paredes blancas van siendo sustituidas por sólidos de un volumen inhumano y en vez de las sombras hay sótanos para el insomnio. Para ver el paraíso hay que cerrar fuertemente los ojos y taparse los oídos con las palmas de las manos; oiremos un silencio que en realidad es un rumor muy parecido a lo que oímos cuando nos sumergimos en el agua del mar: un rumor que viene desde muy lejos, desde muy hondo, desde la profundidad del tiempo. Y en la oscuridad empiezan a aparecer fosforescencias: una imagen anterior a la fotografía empieza a revelarse lentamente.
Y hay que ser conscientes del peligro de desaparición de ese paraíso de cada cual. El problema reside en que nos hemos acostumbrado a vivir fuera de él, o a no saber cuidarlo y traerlo al presente cuando nos hace falta, supliendo su ausencia con prótesis que son exactamente eso: paraísos artificiales. Es discutible que la amplitud de un mundo interior pueda multiplicarse por algo que no sea el reencuentro con ese mismo mundo interior, la recuperación de una conexión íntima con nosotros mismos que no tiene por qué ser ni severa ni huraña. ¿Recuerdan el paraíso? Hagan la prueba: cierren los ojos, oigan el sonido del interior del mar, y empiecen a caminar despacio.
Felices vacaciones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.