Madrid M-30, la penúltima atrocidad
El jueves fueron taladas más de 100 grandes acacias en el madrileño paseo de la Virgen del Puerto para permitir la construcción de un gran colector que debe desplazarse de su actual localización, a orillas del río, para dejar espacio a la redimensionada y soterrada M-30 que construye el Ayuntamiento.
Es el penúltimo episodio de la desafortunada aventura en que se ha embarcado el señor Ruiz-Gallardón con el unánime aplauso de las grandes constructoras, sus directas beneficiarias. Conocíamos los altísimos costes de la operación y sus graves consecuencias financieras, un endeudamiento bastante por encima de los límites legales extendido a 35 años; éramos conscientes de la decidida apuesta por la movilidad privada que va a suponer duplicar la capacidad de la vía en las dos terceras partes de su recorrido; tememos el agravamiento de la contaminación atmosférica que indudablemente generará el incremento inducido del tráfico en el cinturón de ronda y en el resto de la ciudad; sufrimos y sufriremos durante largos años los atascos y desvíos causados por las obras... Pero de lo que verdaderamente no éramos totalmente conscientes, al menos en mi caso, era del ingente destrozo medioambiental que se iba a producir, sin parangón en tiempos recientes en ninguna de las grandes capitales europeas.
Se han talado y se siguen talando cada día centenares de árboles a lo largo del cauce del Manzanares, en la avenida de Portugal, en el entorno de los nudos de la zona este y noroeste, en los parques de la Arganzuela, Tierno Galván y Rodríguez Sahagún, la Casa de Campo y las principales avenidas del barrio del Pilar están amenazadas...
El Ayuntamiento, desde luego, no ofrece datos de la cotidiana hecatombe que oficia a mayor gloria del automóvil. Los vecinos y sus organizaciones, también algunos medios, intentan llevar una contabilidad que, a día de hoy, arroja un total impresionante: 8.000 árboles derribados, cifra que bien podría duplicarse cuando se complete la operación. Esto supone que ya se ha destruido el equivalente a 40 hectáreas de bosque (calculando 50 metros cuadrados por árbol y 200 árboles por hectárea), superficie que podría alcanzar las 80 hectáreas. Es decir, prácticamente el doble de la extensión teóricamente ajardinada -el famoso tapiz verde sobre placa de hormigón- que se nos promete como señuelo al final de la operación.
¿Qué ciudad europea toleraría una agresión de estas dimensiones? ¿Qué ciudadanos medianamente informados comulgarán con el argumento de que por cada árbol de gran porte talado se van a plantar 10 o 15 arbolillos, que tardarán decenios en dar sombra, si es que alguna vez consiguen desarrollarse sobre la cubierta de los túneles? ¿Qué profesionales conscientes de la función social de la arquitectura y del urbanismo participarían en esta mascarada a la que se pretende dar respetabilidad por medio de un concurso internacional generosamente dotado?
El asunto de la M-30 hace tiempo que ha sobrepasado la dimensión local y se adentra por el camino del escándalo nacional, incluso europeo por sus dimensiones, lo insólito de sus características y la gravedad de sus consecuencias. La ampliación-soterramiento de la M-30 se ejecuta a contrapelo de todas las directivas europeas sobre movilidad, gestión medioambiental y sostenibilidad. Así como en marcado contraste con las políticas urbanísticas de prácticamente todas las grandes ciudades del Continente (como ejemplo pueden valer las recientes restricciones y el establecimiento de peajes para el acceso en vehículo privado a la zona central de Londres; no olvidemos que la M-30 circunda precisamente la almendra central de la ciudad, unos 65 kmc, el 10% de la superficie municipal y menos del 1% de la de la Comunidad).
¿Hasta dónde deberá llegar el nivel de desastre urbano en nuestra sufrida capital para que reaccionen de manera clara y eficaz la ciudadanía, las organizaciones sociales y profesionales, los medios de comunicación e, incluso, las instituciones del Estado.
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