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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El abuelo de Fassbinder

Marcos Ordóñez

Hará un tiempo, en Barcelona, se suicidó un conductor de autobús con treinta años de servicio. La empresa le acusó de robo: no cuadraba la caja de una noche. Hubo un juicio, condena, despido. La diferencia de la caja era de diez o doce euros, quizá menos. Una pequeña noticia. Una pequeña muerte. Casi nadie escribe teatro sobre esas cosas. Se escriben obras sobre Irak, sobre Bush, sobre las grandes guerras. Digo "casi nadie" porque todavía revolotea en mi cabeza, como una mariposa negra, el Hamelín de Mayorga y Animalario. Y todavía no he visto -la veré la semana próxima- Animales nocturnos, que dirige Magda Puyo en la Beckett. Pero sí he visto Amor, fe y esperanza, de Ödön von Horvath, un espléndido montaje de Carlota Subirós, en el Mercat; una de las mejores propuestas en lo que llevamos de Grec. La mejor, para mi gusto, junto con Los diez mandamientos, el deslumbrante espectáculo -¡cómo puede deslumbrar una bombilla triste, de cuarenta vatios!- de Marthaler, que ya había visto en el Festival de Otoño, y que he vuelto a ver.

Sobre Amor, fe y esperanza, en un montaje de Carlota Subirós, en el Mercat de les Flors

Hablemos de Horvath. El último austrohúngaro (es decir, berlanguiano sin saberlo). El primo hermano de Brecht (pero sin carnet estalinista). El abuelo de Fassbinder (pero con cerveza negra en vez de una raya interminable, cuesta abajo, hasta el abismo). Horvath habría escrito sobre el proceso del conductor de autobús. Que, a lo mejor, pegaba a su mujer. No nos habría ahorrado eso. Ni los actos de caridad (el Domund, un perrito) de las bellísimas personas que decretaron su muerte. Nos mostraría las frases hechas, los eslabones de la cadena, las miradas de reojo, los silencios, la tonalidad del papel pintado y la música que sonaba por la radio la tarde de su muerte, al volver a casa. "Escribo sobre la gente corriente", dijo Horvath. "Escribo sobre los pobres, los ignorantes, las víctimas de la sociedad. Mujeres, especialmente. Los nazis odian mis obras. Los partidos de izquierda, por su parte, me acusan de pesimismo. Ellos dicen amar a la gente, pero no la conocen. Yo la conozco. Sé cómo somos los humanos, con todas nuestras mezquindades, nuestra ignorancia. Y amo a la gente".

Amor, fe y esperanza, en una óptima versión catalana de Feliu Formosa, no es una historia muy distinta a la del suicida de Barcelona. Horvath la escribió en 1936, y su estreno, boicoteado por los nazis, fue el detonante de su exilio: Austria, Hungría, y luego París, donde murió (tormenta, árbol) la víspera de su partida a Hollywood. "Mi único objetivo", había dicho también, "es desenmascarar la conciencia". Personajes -como en Cuentos de los bosques de Viena, o Kasimir y Karoline- en los que ya late el huevo de la serpiente fascista: "Nadie corre tanto peligro de ser un verdugo como la víctima esclavizada", dijo Franz Xaver Kroetz, el principal discípulo de Horvath. Los verdugos de Elizabeth (Clara Segura), la joven protagonista de Amor, fe y esperanza, son pequeños burgueses llenos de miedos y prejuicios, como el viejo disector del Instituto de Anatomía (Jordi Banacolocha), o la señora Prantl (Angels Poch), dueña de una tienda de ropa interior. O la mujer del juez (Muntsa Alcañiz), un sonriente ángel de la muerte, perfumada con Je reviens. O el inspector (Xavier Ripoll), que cerrará la cadena de sospechas, insidias, maledicencias. Elizabeth quiere vender su cuerpo al instituto: necesita urgentemente 150 marcos para obtener un permiso de trabajo, una triste licencia de venta a domicilio. Pero antes ha de pagar una multa de, justo, 150 marcos, porque trabajó sin ese permiso. Elizabeth conoce una breve historia de amor con un joven policía (Jordi Collet): un amor breve por condenado. No hay salida del laberinto para una mujer "como esa": demasiado coraje, demasiadas ganas de escapar, de sacarle la lengua al destino que, según todos, le corresponde. Un laberinto verbal de códigos en letra pequeña, de tópicos, de frases hechas. Una danza pegajosa, asfixiante. El subtítulo de la obra es "una pequeña danza de muerte" y así la ha montado su directora: un tablero repleto de trampas y pozos invisibles y un elenco de danzantes coreografiados de modo magistral.

Pocas veces había visto yo tan bien aprovechado el espacio del Mercat: Estel Cristià y Max Glaentzel parecen haberse inspirado en el Playtime de Tati, con sus superficies metálicas, sus luces frías (otro bravo para Mingo Albir), sus flechas indicadoras que no llevan a ninguna parte, su horizontalidad desesperada. Carlota Subirós consigue un notabilísimo trabajo de conjunto -encabezado por Clara Segura y Jordi Collet- al que tan sólo le pondría dos pequeñas pegas: a) una excesiva influencia de los códigos formales -el juego de repeticiones, los insertos, la congelación y/o exasperación gestual- de los nuevos directores alemanes (de acuerdo, es una pieza germánica, pero quizá sería deseable que nuestros creadores generasen un estilo propio), y b) en cuanto a la interpretación, una cierta desigualdad entre la pareja protagonista, a lomos de un naturalismo estilizado que nunca pierde de vista la emoción, y, digamos, las arañas tejedoras. A ratos estamos demasiado cerca de la sátira autoconsciente, es decir, de unos actores (Banacolocha, Poch, Alcañiz, Ripoll) un tanto forzados a "mostrar" o subrayar la estupidez y la maldad de sus personajes en lugar de dejarla fluir, algo que preocupaba muy mucho a Horvath, como dejó escrito en sus Instrucciones de uso para el público. Pese a esas pegas, late y brilla en este montaje -el mejor Horvath visto aquí, junto con el Kasimir de Calixto Bieito- el desconcierto y el áspero sentimentalismo de su autor, olvidadísimo durante tanto tiempo, y que Handke, su "redescubridor", antepuso, en su momento, a la contundencia expresiva del todopoderoso Brecht, "...

y el terror que brota tras las frases turbadas de sus criaturas, donde advertimos esos saltos y contradicciones de la conciencia que sólo Chéjov y Shakespeare habían logrado atrapar".

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