Heridas leves
Una mujer se quedó dormida el jueves pasado mientras conducía por la A-92 en dirección a Málaga, a la altura de Moraleda de Zafayona. Casi en el mismo sitio, llegando a Huétor Tájar, me quedé yo dormido mientras conducía en dirección a Granada, después de asistir en Sevilla a una representación del Otelo de Shakespeare. Fue hace unos años, y venía mi hija mayor conmigo. La suerte se jugó mi futuro en un abrir y cerrar de ojos. Después de pasarme la vida en la carretera durante más de 20 años, sin haber tenido un accidente, me desperté cayendo por un pequeño barranco, dentro de un coche loco y fiel, porque intentó mantener la estabilidad en las piedras del abismo, hasta acabar en la quietud seca de un siniestro total. Recuerdo que sobre el silencio de las ruedas y las chapas siguió sonando la radio. La memoria de los accidentes es caprichosa a la hora de elegir los detalles, paraliza el tiempo en la voz de un cantante, en la imagen de unas gafas sobre la tierra o en los números parpadeantes de un reloj infantil. No sé que recuerdos le quedarán a la mujer dormida que acaba de perder a su marido, a su hijo de 15 años y a su hija de 2, en un accidente de tráfico del que ella es responsable. Serán, en cualquier caso, recuerdos del infierno, que no se fabrica con calderas hirvientes, ni con demonios, sino con el detalle perpetuo e inútil de un zapato en el suelo, o de una bolsa de viaje que acaba de perder la razón de su destino, o de un maldito café que no se tomó a tiempo. El infierno en este caso no sucede en la crueldad sonora de una guerra o en la llamarada enloquecida y vistosa de un incendio. Se trata sólo de un vacío humano ocupado por una vida que es desesperación, sentimiento de culpa y cristal de hielo.
No alcanzo a imaginar un infierno peor, y está ardiendo en Granada, en el hospital de San Cecilio, donde la conductora se encuentra ingresada con heridas leves. Uno se queda de pronto dormido, aunque esté mucho menos cansado que en otras ocasiones, y la vida se convierte en un infierno, sin ningún consuelo posible, porque el destino ha jugado a la ruleta rusa y la barbarie no se ha cumplido del todo. Eso es la tragedia. Para ella hubiese sido mejor cometer una infracción y estrellarse contra otro coche, provocando muertos ajenos, porque la cárcel ofrece una extraña forma social de compañía en las soledades de la culpa. Hubiera sido mejor sufrir heridas muy graves, o haber muerto con los suyos, o haber provocado el accidente por una de esas locuras sigilosas que suelen acabar en asesinatos familiares colectivos. Los castigos externos acompañan, y la maldad llega darle un sentido a las penas y a la supervivencia. A veces conviene ser un asesino, un fanático, un creyente en los paraísos que se cultivan con sangre y se defienden con cárceles. Todo mejor que la tragedia verdadera, la indefensión ante sí misma de una mujer que, sin maldad, cerró los ojos un segundo y los abrió en el infierno. Quién le explica ahora a esta mujer la medida exacta de su responsabilidad personal, tan cruelmente desbordada por las consecuencias de sus actos. Mi hija mayor se ha matriculado esta mañana en el primer curso de Historia del arte. Me llama por teléfono para decírmelo. Y luego me anuncia un plan para el próximo mes de agosto. Discutimos como siempre.
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