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Columna
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Monos y turistas

El otro día, en la selección semanal que este mismo periódico ofrece del New York Times, hallé un artículo muy optimista y pizpireto sobre los macacos de Gibraltar. El periodista, arrebatado por un amor a los animales al que no debía de ser ajeno Walt Disney, ponderaba las monerías de las pobres criaturas, se reía de sus saltos y de su mímica y acababa sorprendiéndose de que sus travesuras no hayan arruinado la amistad ancestral de la que gozan con los turistas. Pero, igual que sucede con las películas de Walt Disney, la realidad suele lucir menos colores: antes de asomarme a esta descripción idílica del Times, yo acababa de leer el capítulo que Paul Theroux dedica a Gibraltar en su muy recomendable Las columnas de Hércules, donde se describe un homérico viaje alrededor del Mediterráneo desde el peñón hasta Ceuta por el camino más largo, es decir, haciendo un rodeo de una veintena de países. La descripción que Theroux ofrece de la roca, de la raza mestiza de ingleses y gaditanos que pace a su sombra y de los simios que se balancean sobre sus árboles no es tan entusiasta: y no por los monos, que por lo visto sí son tan simpáticos y cinematográficos como el periodista prometía, sino por quienes los rodean. En una escena escalofriante, Theroux relata cómo una turista francesa se dedica a arrojar guijarros a una mona que amamanta a su cría o confunde su cola con un llamador, para torturarla a base de tirones y apreturas; finalmente, la mona responde con un mordisco salvaje que hace a la francesa huir entre alaridos. Copio la conclusión de Theroux: "Los turistas son escandalosos; los monos, dignos y correctos. A pesar de todo, en el peñón de Gibraltar cada año matan a unos cuantos monos por morder a turistas".

Monos y turistas: supuesto que exista alguna diferencia entre ambas razas, está claro que la estupidez y la torpeza se inclina del lado de los últimos. Claro que en esos sacos entramos todos: igual que provenimos del simio como especie y que en cualquier momento podemos precipitarnos de nuevo en él gracias a la televisión o a la política, convertirse en turista es un defecto que aqueja muy a menudo a cualquier hijo de vecino. Lo cierto es que un breve paseo por el centro de Sevilla en estos días de temporada álgida debería vacunarnos contra sus accesos, pero la fiebre del turismo pervive; ni esas espantosas bermudas aderezadas con riñoneras, ni las chanclas optimizadas con calcetines, ni los sombreritos que protegen la calva, ni el gesto de sonambulismo ni la indecisión ni el orgullo, sobre todo el orgullo ("en ningún sitio se como igual que en casa") nos sirven de escarmiento, y también nosotros, tarde o temprano, probablemente este mismo verano, acabaremos ingresando en la secta: quien más y quien menos guarda algún álbum en una estantería recóndita de la salita con fotografías que es mejor no mirar. Más allá de comunidades económicas y organizaciones de defensa intercontinental, yo creo que el turismo es la patria última y común de toda la humanidad civilizada; todos los turistas, sin importar su procedencia, visten de la misma manera, caminan al mismo compás, hablan la misma jerigonza incomprensible y se comportan con la misma insolencia. A su lado, los monos constituyen toda una aristocracia.

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