La calurosa música del domingo
El sol de julio es un sol de oro nuevo y también es, más que nunca, la violenta bola de fuego a cuyo alrededor giramos. Al sol de julio se pasea ya con cautela de agosto. En la tarde del primer domingo de julio, Joan Guerrero ("¡Andújar, no me saques en la crónica, haz el favor!"), digo que el fotógrafo Joan Guerrero y este cronista remontamos con pie cansino el río Besòs en busca de José Ariza, un pastor que lleva a diario su pequeño rebaño a las orillas del río. Por la parte ajardinada del Besòs, los inmigrantes latinoamericanos comen y juegan al fútbol, algunos van con camisetas del Barcelona de Guayaquil; pasan los ciclistas con traje de competición, y también pasan hombres solitarios con aspecto de haber huido de su casa, la radio pegada al oído y la camisa empapada en sudor, y asimismo desfilan grupos de mujeres que andan porque el doctor les ha dicho que hay que caminar una hora cada día, y por la misma razón pasean matrimonios de jubilados vestidos con ropa de deporte y apoyados en palos de senderista como peregrinos del footing. Contra el pilar de hormigón de una autopista, se da el lote una pareja, y cerca un hombre joven juega con su perro y le habla igual que se le habla a alguien querido. El vigilante del parque, con el walkie en los riñones y su chaleco reflectante, pedalea espaciosamente, pero aun así adelanta a un anciano que anda deprisa y moviendo los brazos en una gimnasia proletaria de gorra de visera, de pantalones de tergal y de bambas. Bajo los muros de cemento del río se abren las bocas de las cloacas de las fábricas. Los vencejos dibujan sus acrobacias; una ráfaga de aire obliga a retroceder a uno, pero aletea fuerte y la vence. Se esfuma el aire y de nuevo el sol se desploma sobre la espuma del río, que es una espuma blanca de química y extrarradio.
José Ariza lleva a diario a su rebaño a las orillas del río Besòs. Antes llevaba unas 200 ovejas, ahora no llegan a 20, entre cabras y borregos
José Ariza se pone con su ganado más allá de la parte ajardinada del Besòs, entre Santa Coloma de Gramenet y Montcada i Reixac. Le hemos encontrado a la altura de Ferrolán, "el súper de la construcción"; cada cual es súper en lo que puede en este universo de superhéroes. Ariza nació en Priego de Córdoba, tiene 72 años y lleva 56 en Cataluña. Hace 30 años que pastorea a lo largo del río. "Empecé asociándome con otro pastor, era un hombre mayor que ya andaba por aquí, y entre los dos llevábamos unas 200 ovejas. Ahora no me llegan a 20, entre cabras y borregos. Entonces yo era camionero; bueno, trabajaba llevando una hormigonera por esta zona. Me gustaba el ganado y principié a hablar con aquel hombre...". Ariza se queda con la vista clavada en unos matojos y los señala con el cayado. "Ahí se ha metido una rata o un conejo", dice. Le preguntamos si hay conejos en el río. "Sí que los hay, sí". Sigue al rebaño un grupo de garzas, y de vez en cuando alguna aletea desde la tierra seca y se yergue sobre el lomo de una cabra para observar la presencia de insectos. Aquí, la música de este caluroso domingo de verano es el sonar de los cencerros, que son como campanas llamando a una misa pacífica y animal, y es también este mismo sonido entrecortado por el silbido del tren de cercanías que circula con sus viajeros venidos de lejanías africanas y americanas. "Las cabras me han gustado siempre. En el pueblo, de chiquitillo, cuando tenía cinco o seis años, iba con los pastores a cambio sólo de la comida. Les hacía la faena que ahora hace el perro. Me ponía en una punta para vigilar que no se metiera el ganado en los sembrados... Entonces no había escuela. Yo no estudié hasta que vine a Barcelona y me apunté en una escuela de noche". Ariza acaricia a sus perras Loli y Linda, que le ayudan en el pastoreo. "Son madre e hija. ¿Qué, Loli? ¿Te van a fotografiar hoy?". Unos patos nadan en el río. En el carrizo, una gorriona enseña a volar a su cría. "Los borregos los tengo por la carne, y las cabras para hacerme queso. La lana ya no la quiere nadie. Llevo cuatro o cinco años tirándola al container". Ariza nos cuenta que hay gente que viene al río a cazar patos y pájaros con liria, una especie de pegamento natural, y que más de una vez los ha pillado la Guardia Urbana y se los ha llevado, pero que asimismo otros cazan con perro, y que a éstos es más difícil evidenciarlos porque siempre pueden ampararse en la excusa de que están paseando al animal. Corre otra vez el viento y hace vacilar al carricillo. En el bolsillo de la camisa del pastor resuena un teléfono móvil.
En otra parte del río, al pie de un complejo de transformadores eléctricos y de torres oxidadas, conversan unos ancianos. Uno de ellos había pastoreado también por esta zona. "¡Huy, pues no vendía yo leche de cabra...!". La leche de cabra admite mucha agua. A cada 20 litros de leche yo le echaba 10 de agua. Pero en la cooperativa no me la compraban, me metían la bomba y me decían: sólo te vamos a pagar 20 litros...". Y en la orilla de enfrente, ya a la altura de la cárcel juvenil de la Trinitat, dos muchachos en bañador se refrescan en la desembocadura de una fábrica. El mayor se tiende boca arriba sobre el agua que sale, y patalea de satisfacción. Luego se incorpora y se derrama el agua sobre la cabeza a manos llenas. Al vernos, nos saluda, y grita: "¡Esto es vidaaa!".
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