Sumar
El intento que, avalado por Josep Pons, director de la Orquesta Nacional de España, trata de fundir el jazz, la música clásica y el flamenco, tanto a nivel de composiciones como de los músicos que las interpretan, no escapa a una vieja ley de la historia del arte: cuando se mezclan géneros o estilos diferentes -y vienen mezclándose, en mayor o menor grado, desde que el arte existe- el producto final debe sumar resultados, nunca restarlos. Si -poniendo un ejemplo reciente- hacer un jazz contrapuntístico supone eliminar el swing y la improvisación, habremos perdido el tiempo. Si, por el contrario, conseguimos aunar contrapunto, improvisación y swing (Brad Mehldau lo hizo la otra noche), sea bienvenida la fusión.
IX Festival de Jazz
Orquesta de Valencia. Chano Domínguez y Lluís Vidal, pianos. Mario Rossy, contrabajo. Marc Miralta, batería. Guillermo McGill, percusión. Blas Córdoba, Kejío, cante. Tomás Moreno Tomasito, baile. Director: Josep Pons. Obras de Chano Domínguez, Lluís Vidal y Albéniz. Palau de la Música. Valencia, 15 de julio.
El trabajo de Josep Pons fue magnífico: todas las cosas estaban en su sitio
Es cierto que el riesgo no siempre trae consecuencias redondas, pero sin asumirlo tampoco encontraremos nunca el camino de lo nuevo ni nos asomaremos a mirar lo diferente. La música del viernes en el Palau de la Música de Valencia, en términos generales, no consiguió superar al listón que cada uno de los géneros obtiene por separado, pero sí que permitió un acercamiento de intérpretes y públicos distintos y se obtuvo, en cualquier caso, un nivel de ejecución y creatividad muy digno.
Y de intercambio: había que ver, por ejemplo, la atención con que los músicos de la Orquesta de Valencia siguieron la complejidad rítmica del solo de batería de Marc Miralta (en La danza de la muerte, de Vidal), o cómo las palmas de Kejío y Tomasito echaban por tierra las barras del compás sin que por ello nadie se desajustara. El trabajo de Josep Pons fue magnífico: todas las cosas estaban en su sitio aunque hubiera tres idiomas diferentes sonando. A destacar también la labor de los vientos de la orquesta en su asunción, si no del sonido, sí del fraseo jazzístico.
De Cai a Nueva Orleáns, de Chano Domínguez, fundió bien el jazz con el flamenco y falló en el arreglo para las cuerdas, que tuvo algo de blando caparazón sin demasiada entidad. Lo mejor fueron las Bulerías, con unos pentagramas convincentes para las partes de viento, el trío de jazz y los músicos flamencos.
Nueva York en un poeta, para trío de jazz y orquesta, de Lluís Vidal, tuvo momentos buenos, pero no pareció aportar demasiadas novedades ni a los códigos del jazz ni a los de la música culta. Luego, en el arreglo de tres números de la Suite Iberia de Albéniz, le sucedió lo mismo que al maestro Arbós cuando orquestó, entre los años 1910 y 1927, cinco de ellos: y es que fusionar lo que ya es una fusión resulta altamente complicado. A pesar de la estimulante presencia, en la versión de Lluís Vidal, de auténticos intérpretes de flamenco, la versión original para piano del maestro Albéniz es mucho más enérgica, más idiomática, con las disonancias y el sustrato percusivo curiosamente más palpables, y con una simbiosis total de lo gitano con lo que era entonces vanguardia en el universo musical payo. Aunque, desde luego, eso no hay quien lo toque bien: sólo Alicia de Larrocha y muy poquitos más.
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