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Columna
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La desigualdad de sexo

Uno de los más nobles principios de la democracia pasa por el escrupuloso respeto a las circunstancias personales, por el compromiso de los poderes públicos para que éstas no obren en menoscabo de los derechos individuales. Este principio ha supuesto, en Occidente (Lamentamos el eurocentrismo, pero de momento Perú, Tanzania o Afganistán no parecen buenos ejemplos), un prolongado combate para que las circunstancias personales no se conviertan en motivo de discriminación legal, social o laboral.

Ni el nacimiento, ni la raza, ni el sexo, ni la religión, ni la opinión, ni la orientación sexual ni cualquier otra circunstancia personal pueden actuar en perjuicio de unos seres humanos con relación a otros. Las democracias occidentales se esfuerzan por ser consecuentes con esa máxima, la única que puede garantizar a todas las personas la igualdad ante la ley. Ello ha sido posible gracias a la legítima reivindicación de las minorías étnicas o lingüísticas, de las mujeres, de los homosexuales o de cualquier otro colectivo desfavorecido, que defendían y defienden causas justas.

Esta activa militancia, no obstante, ha llevado a ciertos excesos: la estupidez del lenguaje correcto amenaza con castrar a muchas lenguas, y la imposición por el feminismo institucional de cuotas de género en el acceso a cargos públicos supone un grave atentado contra el principio de igualdad. Por otra parte, hoy es difícil interponer cualquier vaga objeción a las demandas del colectivo homosexual sin recibir a cambio la impetuosa acusación de homófobo. Por ejemplo, la defensa del derecho de los niños a tener un padre y una madre podría ser tildada de errónea o infundada, pero no desencadenar necesariamente un torrente de descalificaciones de índole personal, al menos en tanto en cuanto la libertad de expresión siga vigente. Quizás el colectivo homosexual debería empezar a acostumbrarse a que sus exigencias puedan ser tan cuestionables como las de cualquier otro colectivo, sin que la momentánea insatisfacción de sus demandas haga recaer sobre contradictores o neutrales el insulto sistemático.

Se han cumplido diez años del genocidio perpetrado en Sebrenica, ante la pasividad de las fuerzas de la ONU (organización, dicho sea de paso, que adora el lenguaje políticamente correcto y practica la más ampulosa retórica tonal), un atroz asesinato colectivo cometido por las milicias serbias sobre la indefensa población de Bosnia. Hablamos del asesinato masivo de 8.000 personas inocentes y desarmadas. Según lo políticamente correcto, podríamos contemplar el crimen desde diversas perspectivas: serían bosnios, grupo étnico, o serían musulmanes, grupo religioso. ¿No habría más perspectivas? La hay. Otra cosa es que una inmediata censura mental impida explicitarla: podríamos hablar de 8.000 varones, de 8.000 hombres de entre 12 y 75 años, separados de sus familias y brutalmente asesinados.

Es asombroso que nadie haya dado la más mínima importancia a esta circunstancia, a ese cruel elemento diferenciador que decidió radicalmente la suerte de los habitantes de una ciudad. Mientras que toda la población sufría humillaciones sin cuento, los hombres sólo eran asesinados. Fue el sexo la circunstancia que decidió entre un destino cruel y el destino más cruel que pueda imaginarse. La sensibilidad moderna omite ese detalle, que sin duda no habría omitido si el colectivo más perjudicado hubiera sido el otro sexo. El asesinato colectivo despierta la compasión si hablamos de un grupo étnico o de una comunidad religiosa. Pero nadie se ha parado a pensar que fue el sexo, la condición de varón, la que decidió el asesinato de 8.000 personas, de 8.000 hombres, si no es ya una obscenidad hablar de hombres cuando pensamos en niños de apenas 12 años.

Sin duda el sexo es causa de discriminación. Hoy, en Europa, y con las más graves consecuencias. Y no hablamos sólo del derecho a desfilar con boina roja en una pintoresca fiesta que se celebra en la comarca del Bidasoa. Otra cosa es que el lenguaje políticamente correcto haya contaminado las conciencias hasta el punto de prohibir apreciar todas las realidades en virtud de los mismos criterios de justicia.

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