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Columna
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Urbano

Ámsterdam, ciudad de Rembrandt (siglo XVII). Pestilente y luminosa. Activa y emprendedora hasta comerciar con el orín de los caballos y las potasas de los fabricantes de jabón para producir alubias. Rodeada por la fosa formada con el Amstel y su muralla en estrella. Tranquila, frente a Londres o Roma. Pero bulliciosa en sus canales y puerto. Ciudad hanseática que saqueó económicamente a las coronas de España (acuerdos comerciales preferentes en 1648) y Dinamarca (apertura del estrecho de Sound). Atestada por multitud de iglesias (calvinistas), en las que los organistas trataban, dos veces al día, de atraer a la ciudadanía que se protegía de la intemperie en las naves de los templos. Sede del comercio y las finanzas del mundo, de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Ciudad de los schutter, ciudadanos milicianos (La ronda de noche) que la liberaron de la corona de España, en la que el ayuntamiento y la doelen, sede miliciana, habían sustituido a la propia catedral como centros de la ciudad. ¿Qué podía verse en el Ámsterdam del XVII?, se pregunta Simon Schama en su espléndido libro, Los ojos de Rembrant (Barcelona 2002). "Naturalmente, el mundo entero", se respondía. En efecto. Antes Venecia o Génova (no voy a retrotraerme a Atenas o Roma), o Londres, Berlín y París posteriormente, Europa inventó el modelo de convivencia urbano. A diferencia de EE UU, que se formó en la frontera, con los pioneros y la comunidad de aldea en el lejano Oeste, que desconfió de la ciudad de Boston y ahora prefiere Texas a Nueva York.

Europa, en efecto, es, entre otras cosas, partera del cosmos urbano. Un lugar que generó su código de valores hacia finales del XIX y principios del XX, cuando la sociedad tradicional se deshacía para dar paso a las nuevas maneras de relación social: diversidad, anonimato, respeto a la intimidad, elementos de libertad individual, maneras de comunicación respetuosa (urbanidad), competitividad, etc. Algo que admitía cualquier variedad cultural del hombre, mientras preservaba su libertad.

Ámsterdam ya no es Ámsterdam. Bruselas ya no es la Grande Place. París vive en su periferia y Londres son muchos Londres. Desde luego, San Luis (EE UU) ya no existe sino como un continuum urbano al borde del río entre los estados de Missouri e Illinois. Las ciudades pierden su perfil y sus referentes. Los centros se teatralizan para los turistas, cuando no desaparecen. La vida se desplaza. ¿Estamos ante el declive del modo de convivencia urbano?

Asistía recientemente a una mesa redonda sobre la organización política de la diversidad, gran problema hoy para Europa. Si en 1992 la Unión Europea recibía a 1.118.400 inmigrantes, en el año 2003 eran 2.091.500 los que llegaban. Un flujo que se ha duplicado en diez años, gente procedente de culturas muy lejanas a las europeas. En la mesa, un estimable filósofo centraba acertadamente el tema en la cultura urbana. En efecto, sería el único ámbito en el que socialmente se puede en principio acoger semejante diversidad. Ni el Estado-nación, ni la nacionalidad o la región lo contemplan. Sólo la ciudad puede hacerlo. Después de todo, es parte constitutiva de ella.

Sin embargo, condicionado intelectualmente por lecturas de sociólogos de principios de siglo XX (Simmel, Tönnies), en su imaginario la ciudad de hoy se desdibujaba: no hay centro ciudadano, decía, no existe el espacio público de encuentro para esa diversidad (el ágora de debate de la libertad antigua o republicana). La ciudad no es hoy sino una metáfora, algo irreal, decía. (Cierto, desde luego.) La solución está en las redes, concluía. ¿Cuáles?

No estamos ante el declive, creo, de la cultura ciudadana. La ciudad fue siempre para los modernos una metáfora, un ideal a alcanzar. Recuerdo lo que cuenta Walter Benjamin en Infancia en Berlín hacia 1900 (Frankfurt 1950). Su familia judía vivía "aprisionada en el antiguo y el nuevo Oeste", barrios judíos. Una vida aldeana y familiar, a pesar de vivir en los márgenes de la ciudad emergente de aquellos años. Hasta que, con el tiempo, asomó para él al Berlín abierto de las cafeterías del Zoo, la "avenida del mentidero". Eso sí era la ciudad. Ciudad que no se hizo presente hasta que no participó en su nueva red de amistades, jóvenes intelectuales, que le vinculaba a la metrópoli.

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Hoy ocurre otro tanto. Sólo que la red de amistades se dibuja más amplia. Ser hoy de Madrid o París es ser de aldea (en cuanto a percepción). Es una cuestión de escala. Europa es hoy toda ella una gran urbe, y más que urbe una gran red de ciudades. Y, digámoslo, en ella sirven los mismos valores de integración que en la ciudad del XX. Los de la diversidad y la libertad. El futuro de Europa es ése mismo que es su pasado: la cultura urbana.

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