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Reportaje:TOUR 2005 | Décima etapa

"He ahí el futuro"

Cruzada la meta, Armstrong estrechó la mano de Valverde, se volvió y, señalándolo con el dedo, le designó su heredero

Dicen que los campeones tardan tiempo en percatarse del alcance de sus hazañas, en bajarse de la nube, en ser conscientes de lo que significa una victoria, una medalla. No Alejandro Valverde.

Antes de subir por primera vez en su vida a un podio del Tour -y dos veces, una por su victoria de etapa, la otra para vestir el maillot blanco de mejor joven- y estrechar la mano del maestro de ceremonias, un tal Bernard Hinault; antes incluso de su primera conferencia de prensa de ganador, en el espectacular camión de meta, antes también de que José Miguel Echávarri, emocionado -1983 revivido, el primer Reynolds, Perico y Arroyo, Mancebo y Valverde-, le diera un beso de amor en la mejilla, Alejandro Valverde ya sabía lo que valía un peine. Lo notó justo después de bajar los brazos que, en éxtasis pleno, nunca llegó a levantar del todo al cruzar la meta después de batir al sprint a un tal Lance Armstrong. Lo notó cuando, unos metros más allá, ese mismo Lance Armstrong, se le acercó y le dio la mano. Armstrong, el ogro del ciclismo mundial, el señor feudal del Tour desde 1999, siguió adelante, pero al instante se volvió y le señaló con el dedo mirando al tendido, a los fotógrafos que los acribillaban. "He ahí, ahí está", parecía decir, "miradle, es Alejandro Valverde, muchos apenas le habíais visto hasta ahora; es joven, sí, es su primer Tour, pero ahí está, me ha batido al sprint. Es bueno, ¿no? Es mi heredero".

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Y Valverde lo vio, lo entendió enseguida. Valverde, que es más rápido que nadie, ya sabía el valor de su victoria.

Todo eso podía interpretarse de su gesto, el dedo admirativo que designa, pero luego las palabras de Armstrong fueron mucho más claras, si cabe. "Todo el mundo ha visto el futuro del ciclismo", dijo, "es Valverde, es fuerte, es rápido, es inteligente, está en un buen equipo, le han llevado muy bien, y siempre ha sido bueno, desde el primer día, desde su primera carrera, ha demostrado que tiene gran clase, ha sido imposible sacrle de rueda".

Pero lo que con tanta precisión expresó Armstrong, que tiene el don de la síntesis, ya lo llevaba tiempo oyendo Alejandro Valverde. Lo había oído en todos los idiomas, en todos los tonos, desde 2003, desde que aún tenía 22 años y ganaba todo lo ganable. A su alrededor, en España, se formó tal tumulto que en pocos meses se convirtió en el único ciclista español con eso tan peculiar, intangible e inefable que se llama carisma, aura o prestancia icónica. Valverde era Bala verde, el figura, lo era todo. Finalmente, de todas las voces que le susurraban alrededor se quedó con la de Echávarri. Abandonó el Kelme, que se le había quedado pequeño, y se lanzó de la mano del hombre de Perico, Arroyo e Indurain a conquistar el mundo.

El año ha sido duro, el aprendizaje cuesta. La primera lección la aprendió en las Clásicas, en un mes de abril en el que se había planteado brillar en Lieja, en la Flecha Valona, en la Amstel. "Yo, antes, siempre que salía en una carrera pensaba que podía ganarla, que podía triunfar al sprint, en solitario, como me apeteciera", dice Valverde, murciano de las Lumbreras, en la carretera de Alicante, hijo de camionero. "Y siempre corría delante, nervioso, gastando energías. Pero al entrar en el ciclismo grande he descubierto que eso es imposible".

La segunda lección la aprendió en el Tour, una carrera a la que ha llegado con tantas ganas de demostrar lo bueno que es, que en la contrarreloj por equipos dio relevos tan tremendos que algunos compañeros no pudieron seguir el ritmo. Al día siguiente, sin dirigirse especialmente a él, Echávarri leyó en voz alta un análisis de Hinault en Le Figaro sobre la importancia de la homogeneidad en el esfuerzo.

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