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Religión y escuela

Francisco J. Laporta

Decía don Francisco Giner de los Ríos que la enseñanza religiosa confesional debía ser excluida tanto de las escuelas públicas como de las privadas "con una diferencia muy natural, a saber: que de aquéllas ha de alejarla la ley; de éstas el buen sentido de sus fundadores y maestros". Ha pasado más de un siglo y la ley no ha hecho lo primero y el buen sentido de fundadores y maestros está todavía por aparecer. Reina más bien la obcecación y el dogmatismo, y todas las confesiones y creencias siguen forcejeando día tras día por montar escuelas y colegios privados de carácter confesional y por introducir en la educación pública la catequesis y la enseñanza religiosa. Lo único que ha cambiado es la manera de justificarlo: algunas apelan ahora al derecho fundamental que asiste a los padres de dar a sus hijos la educación que tengan por conveniente. En esto algo hemos ganado, porque lo tradicional en las grandes confesiones religiosas fue siempre, y en muchos casos todavía es, atribuirse ese derecho a sí mismas como un mandato de origen divino y proceder a ejercerlo sin más miramientos. Pero temo mucho que esa ganancia sea sólo un espejismo. Luego diré por qué.

Aunque no tengo ni la más remota esperanza de que los razonamientos penetren ese denso tejido de convicciones y prejuicios (y también, seamos claros, de intereses) me he creído siempre en el deber de presentar una y otra vez las razones por las que desde hace tanto tiempo muchos han pensado que la enseñanza de la religión en la escuela es algo pernicioso. Éstas son.

En primer lugar, porque la introducción de enseñanzas confesionales proyecta sobre la mente de los niños una división ininteligible para ellos entre quienes aprenden y practican diferentes creencias religiosas. Una temprana vivencia de división de esta naturaleza se considera nociva para su ulterior desarrollo y sus relaciones con los demás. Hay quien, por eso, tiene casi por un imperativo moral que en la vida del colegio no puedan estar presentes y activas aquellas pasiones que dividen a los seres humanos. Y una manera evidente de provocarlas es mediante la enseñanza confesional de la religión. Las creencias religiosas siembran en las conciencias sentimientos infundados de diferenciación, a veces hasta fanáticos y brutales, y resquebrajan con ello la idea de igualdad y la percepción de la humanidad como una unidad común a la que todos pertenecemos. En una época de "multiculturalidad" en la que se mezclan y entretejen caracteres étnicos, tradiciones, convicciones y creencias, la enseñanza proselitista de la religión proyecta sobre los niños la existencia de rasgos separadores, la división respecto del "otro" en prácticas y experiencias que aparecen ante sus mentes inermes como valiosas y sustanciales, produciendo una escisión odiosa entre los miembros de una misma comunidad escolar en lugar de insistir en la esencial igualdad entre todos ellos. Se acaba así por hacer de la escuela la antesala de las grandes diferencias. Por esa razón profunda y determinante no cabe tampoco recurrir a la distinción entre enseñanza pública y privada con objeto de confinar la catequesis en ésta última, pues las mismas razones existen para que los padres y profesores eviten las consecuencias discriminatorias y las divisiones humanas en todo tipo de escuela. Lamentablemente, con nuestras leyes actuales y el poco sentido que sigue mostrando la obstinación de tantos y tantos fundadores y propagandistas, es de temer que la religión continúe su secular y fecundo camino de división y enfrentamiento entre los seres humanos. Pero en días como los nuestros, que parecen preñados de conflictos religiosos y tensiones culturales profundas, no es ni prudente ni moral continuar en la vieja obcecación de introducir la religión en la vida civil o en los grandes procesos de socialización.

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En segundo lugar, porque sólo alguien que carece de respeto hacia su propia religión puede consentir en insuflarla irracionalmente y por procedimientos mecánicos, o peor aún, mediante prácticas de coacción y amedrentamiento, en las cabezas de niños que no la pueden entender. Asegurar la propagación de la revelación de modo paternalista, mediante formulismos y ritos exteriores obligatorios, puede tener un éxito siempre débil y quebradizo cuando no se ha llegado a la mayoría de edad mental; después, como demuestra una experiencia larga y decepcionante, desaparece para ser sustituida por una tosca increencia o por una religiosidad convencional y vacía, que se limita a cumplir externamente con exigencias sociales basadas en razones de conveniencia. Ello no hace sino estimular el fariseísmo religioso como forma de aparentar convicciones que ni se viven ni se sienten. Aquellos que se contentan con esto tratan de multiplicar sus clientes, no sus creyentes. Nada menos que el fundamento mismo de la propia religión y su pervivencia social auténtica es lo que aconseja suprimir tales enseñanzas. Si ha de ser convincente, la fe religiosa tiene que exigir aceptación libre y no vehiculación tendenciosa. La columna vertebral de ideales como la tolerancia, la libertad de expresión o la libertad de conciencia religiosa es precisamente la convicción de que la imposición de las ideas por la manipulación o la violencia es inútil. Si las ideas y las creencias no se aceptan libremente es imposible que se impongan y germinen. Eppure si muove.

En tercer lugar, porque ello supone faltar al respeto debido al niño como persona humana en formación dotada de su pequeña pero sagrada parcela de autonomía individual. Al no poder enseñar el contenido de la religión por métodos racionales y objetivos adaptados a su capacidad, se recurre a la persuasión, al memorismo, incluso al miedo, y en todo caso a la pura estampación externa mediante rituales y leyendas, lo que significa que se abusa de una credulidad indefensa, se hurtan a las primeras razones del niño asuntos de hondo calado individual y social, y se ignora su personalidad, que en todo procedimiento educativo tiene que ser la base fundamental de una educación integral. Las mentes de nuestros hijos no están ahí para que estampemos en ellas a nuestro antojo los propios prejuicios y convicciones.

Y por último, porque si aceptamos que ha de enseñarse la religión en la escuela porque los padres son titulares de un derecho fundamental a que sus hijos reciban la educación que ellos prefieran, y aceptamos también, en virtud del principio de separación de la Iglesia y el Estado, que el Estado no puede legalmente distinguir entre unas religiones y otras (en términos de más o menos verdaderas o serias, por ejemplo), entonces la pretensión de incluir esa enseñanza en toda la red educativa es de imposible realización. Underecho fundamental es una exigencia jurídica individual que no puede ser ignorada por cuestiones de conveniencia o decisiones de la mayoría política o sociológica. Ello quiere decir que cada padre tiene ese derecho y que ninguna circunstancia política o social puede llevar a ignorarlo. Pero si esto es así ¿qué hacemos con las creencias inusuales o minoritarias? La única respuesta posible es que tenemos la obligación de poner también un profesor especializado para los niños cuyos padres tengan cualesquiera creencias religiosas, por insólitas que éstas sean. Esto, naturalmente, es inviable. Y esta aporía es lo que fuerza a concluir que ese derecho de los padres tiene también unos límites, y que no es posible afirmar que el sistema educativo público haya de hacerse cargo de la enseñanza de las convicciones religiosas. Tal derecho sólo significa que, siempre que respeten los límites constitucionales y legales, los ciudadanos pueden fundar una escuela para hacerlo, o que tienen libertad para hacerlo en las asambleas y locales de su iglesia o confesión. No que el Estado tenga que disponer de un sistema educativo capaz de satisfacer el afán de proselitismo de cualquier familia para con sus hijos. No desde luego en nombre de la democracia, ni de la libertad de enseñanza. Tampoco, creo, en nombre de la Constitución.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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