Las lecciones de Londres
Cuando estallaron las bombas en mi ciudad natal, yo estaba dormido en California. Al despertarme, vi a los heridos que salían de esas estaciones de metro londinenses que tan bien conozco y los restos del autobús de la línea 30, a través de la televisión estadounidense. Un comentarista dijo: "Esto demuestra que vivimos en un mundo en guerra". Y todas las fibras de mi cuerpo gritaron: "No, ésa no es la lección de Londres".
Londres sabe muy bien lo que es la guerra. Recuerda la Segunda Guerra Mundial en sus ladrillos y sus piedras, cosa que Nueva York no puede hacer.Aunque estos atentados han producido el mayor número de víctimas en Londres desde 1945, no constituyen una guerra en el sentido que les gusta pensar a los comentaristas de Estados Unidos. Las guerras las ganan los ejércitos. Ejércitos respaldados por sociedades arraigadas, economías sólidas y servicios de información, por supuesto, pero ejércitos. En este caso, no es así.
Porque esto es distinto. Hay tres cosas que hacen posibles estas atrocidades. La primera, el odio que permite a los seres humanos estar dispuestos a matar, e incluso a suicidarse mediante la colocación de bombas, con tal de llevarse consigo a aquellos a los que odian. No es nada nuevo. Tiene unas causas, algunas de las cuales pueden eliminarse. En segundo lugar, está el hecho de que los que odian pueden moverse con gran libertad entre los odiados, gracias a medios de transporte de masas baratos dentro y a través de las fronteras. Muchos viven ya entre ellos, como consecuencia de la emigración de masas. Este aspecto sí es nuevo, por lo menos en esta dimensión. Por último, hay que tener en cuenta uno de los grandes motores de la historia: los cambios -o lo que ridículamente llamamos "avances"- en la tecnología del asesinato. En esta era de guerras asimétricas, un pequeño grupo de personas decididas puede hacer daño a una sociedad entera. Sólo necesita cinco kilos de explosivo en una mochila abandonada en un metro.
Volverá a pasar. El terrorismo no es un ejército concreto al que se pueda derrotar, como la Wehrmacht de Hitler. Es una técnica, un medio para lograr un fin, más fácil de obtener gracias a esos "avances" en la tecnología del asesinato. Volverá a usarse una y otra vez. En cierto modo, tendremos que aprender a vivir con él, igual que hacemos con otras amenazas crónicas. Eso es lo que más impresiona de Londres. Los responsables de la policía de la capital ya habían advertido de que se trataba de saber "no si, sino cuándo" iba a producirse un atentado terrorista. Existían planes previstos para los servicios de emergencia, que parecen haber funcionado razonablemente bien. La flema, la naturalidad, la sobriedad y la decisión con las que los londinenses respondieron a los atentados del jueves eran el reflejo de una larga experiencia, sobre todo de 30 años de atentados del IRA, además de un rasgo del temperamento nacional. "Seguir adelante", como hacen los londinenses, es la mejor respuesta que la gente de la calle puede dar a los terroristas. Tengo que decir que ellos me hicieron sentirme más orgulloso de mi ciudad que la elección de Londres para acoger los Juegos Olímpicos de 2012, anunciada el día anterior.
¿Cuánta libertad estamos preparados a sacrificar ahora en nombre de la seguridad? Existe un verdadero peligro de que países como Estados Unidos y Gran Bretaña se conviertan en Estados obsesionados por la seguridad nacional, en los que las libertades civiles se vean aún más restringidas. Hay que cuidar de que no ocurra, porque pagaremos el precio en libertad y no tendremos ninguna garantía de seguridad. Por mi parte, yo prefiero seguir siendo más libre y tener un riesgo ligeramente mayor de morir en la explosión de una bomba terrorista.
Eso no significa que debamos permanecer pasivos ante estos horrores. Pero la reacción adecuada no consiste, como les gustaría hacernos pensar a los comentaristas de la cadena estadounidense Fox News, en emplear más poder militar para eliminar "al enemigo" en Irak o algún otro lugar. Consiste en una política inteligente de información y vigilancia. La policía metropolitana de Londres, que rechazó la melodramática metáfora de la guerra, describió los sitios de las explosiones en el metro y el autobús como "escenas del crimen". Eso es lo que son. Crímenes. Esta policía trabaja en la ciudad con más diversidad étnica del mundo y ha desarrollado unas técnicas pacientes para establecer relaciones comunitarias y recopilar informaciones, además de investigar después de los hechos. No es que así se puedan prevenir todos los ataques. No se pudo impedir éste. Pero es la labor de la policía en el propio país, y no el envío de soldados al extranjero, lo que puede ayudar a reducir la amenaza que representan unos terroristas que actúan y, a veces -como en los atentados de Madrid el año pasado-, viven desde hace años en las comunidades de inmigrantes de nuestras grandes ciudades. Es no sólo en Londres y Madrid, sino también en Toronto, París, Sidney o Berlín.
Asimismo conviene realizar una política inteligente. Se hizo bien en expulsar a Al Qaeda de Afganistán mediante la fuerza de las armas. En cambio, cada vez está más claro que la invasión de Irak fue un error que, casi con certeza, ha creado más terroristas de los que eliminó. Pero ahora tenemos que sacar el mayor fruto posible de un trabajo mal hecho. Lo último que debemos hacer, después de este atentado, es apresurarnos a dejar Irak. Al contrario, es el momento de que todas las democracias se unan en la causa de construir un Irak pacífico y encaminado hacia la libertad y de que, al mismo tiempo, insistan en la necesidad de cambios en la política de ocupación por parte de un Estados Unidos que ya no está tan entusiasmado ni tan lleno de la soberbia neoconservadora de hace tres años.
Un acuerdo de paz entre Israel y Palestina eliminaría otro gran caldo de cultivo para los terroristas islámicos. Y, desde luego, trabajar para la modernización, la liberalización y, en última instancia, la democratización de Oriente Próximo es la única forma segura, a largo plazo, de secar el pantano en el que se crían los mosquitos terroristas. En este aspecto, más que Estados Unidos, es Europa la que necesita despertarse urgentemente a la obligación de hacer más cosas.
En estos tiempos, los hechos que ocurren en lugares remotos, como Jartum o Kandahar, nos afectan de manera directa; a veces fatal, mientras nos dirigimos al trabajo, sentados en el metro, entre King's Cross y Russell Square. Ya no existe una cosa llamada política exterior. Ésa es tal vez la lección más importante que nos enseña Londres.
Timothy Garton Ash es historiador británico, profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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