Gorda con chanclas
QUE EL HOMBRE VIENE del mono se lo cree gran parte de la humanidad; otra gran parte, que fundamentalmente vive en Estados Unidos, se afana en demostrar en escuelas e iglesias que eso es una solemne tontería, porque ellos, que son muy empíricos, miran a un mono, luego se miran a sí mismos y no ven el parecido, cosa en la que estoy de acuerdo, porque entre todas las especies que ofrece la Madre Naturaleza, diría que el americano medio, más que al mono, que es grácil y enjuto, se da un aire al hipopótamo o, si me apuras, a la foca, que a mi modo de ver es el animal más parecido a una gorda con chanclas. A las gordas de aquí les encantan las chanclas; tanto les gustan que las llevan en invierno y en verano: en invierno, con calcetines, y en verano, a pelo. Cuando se abren las puertas del metro tendrías que verlas: las gordas avanzan todo lo rápido que pueden para pillar sitio, lo hacen con los piececillos hacia fuera, arrastrando sus carnes con ese mismo orgullo resignado que tienen las focas cuando se tiran a un charco, dando un saltillo final al poner el culo en el asiento. Cuando es 4 de julio, Manhattan se tambalea porque vienen de turismo focas de todos los Estados, y como te cruces con una familia de focas de Wisconsin, la has cagao, porque ocupan todo lo ancho de una acera de la Quinta Avenida, y has de correr a refugiarte en una tienda, abocada al consumismo, hasta que la familia de Wisconsin se adentra en Central Park a expulsar los gases que les provocaron pepsis y macpollos. Cuando llega el 4 de julio, todo el mundo te insiste en que veas los fuegos artificiales. Voy a confesar una cosa muy gorda: yo a los fuegos artificiales, chica, no les veo la gracia. Vistos unos, vistos todos. Y vaya por delante mi simpatía por los que viven del negocio pirotécnico. A mí es que los espectáculos gratuitos no me van. Después de psicoanalizarme dos años, la única cosa en claro que saqué fue que mi rechazo a los espectáculos gratuitos, tipo petardos, mimos y tal, me viene dado porque mi padre sólo nos llevaba a un espectáculo cuando no costaba un (puto) duro. Cuando te has pasado una infancia (coñazo de infancia, qué larga se me hizo) viendo iluminación navideña o, por ejemplo, domingo tras domingo los aviones que despegaban del aeropuerto de Mallorca con un bocadillo de chóped, estás hasta la bola de tanta gratuidad y necesitas ser adulta y gastar como una perra, y hasta anhelas que se te cruce la familia de Wisconsin para sentirte abocada a la consumición. Para mí, el 4 de julio tiene la cara de Tom Cruise vestido de soldadito. Yo de Tom no voy a decir nada malo, porque está al tanto de lo que dicen de él en cualquier rincón del planeta y a la mínima te demanda. Me da mucho miedo de Tom. ¿Se atreverían con él los de la revista Zero? Aquí dicen que se está volviendo pelín frikie, pero para mí, Tom dice verdades como puños. Dijo la otra noche que la psicología no sirve para nada. Efectivamente, hay actrices que lo mejor que pueden hacer es apuntarse a la cienciología porque la ciencia no tiene respuesta para ellas. Lo que Tom dijo vino a cuento porque Brooke Shields ha sacado un libro para contar su depresión posparto, que es una experiencia que todas estábamos deseando que alguien nos contara por escrito, para revivirla. A ver si escribe otro de cuando le vino la regla, que también nos está haciendo bastante falta. Yo estoy con Tom. Para qué psicólogos. Y más aquí, donde no hay manera humana de distinguir a locos de cuerdos. Antes yo veía en la tele uno de esos sucesos de asesinos múltiples y me preguntaba cómo es que los vecinos nunca notaban que el asesino era raro que te cagas. Ahora sé que es imposible. Los locos, en mi Madrid, salen a la calle en agosto, solos, cabizbajos, cruzan los puentes de la M-30, llevan en la mano una bolsa vacía, la mirada perdida, y cuando pasan a tu lado murmuran algo tremendo. Pues eso es el estado normal del americanito medio. Sólo de vez en cuando salen de su ensimismamiento. Por ejemplo, ayer me cagó una paloma en la cabeza. Fue en la Tercera con la 86. Era la cuarta paloma que me cagaba en un periodo de dos meses. Me estaba limpiando con la bolsa de plástico de la caca del perro cuando vi que los transeúntes que esperaban para cruzar, que siempre están como empanados, se reían de la simpática anécdota. No es que yo tenga la cabeza más grande que el americano medio y las palomas encuentren en ella una buena pista de aterrizaje, es que ellos, en vez de mitificar esos semáforos colgantes que a los españoles nos parecen supercinematográficos, saben que nunca debes ponerte debajo del palo en el que se posan las ratas del aire, las palomas. Porque puedes salir escaldada, como Tippy Hedren. Una de las traseúntas que se reían era una vecina mía que sale por las mañanas con una toalla sobre los hombros a pasear un loro. El loro a veces le picotea las orejas, como si le sacara a su dueña la cera de los oídos. Yo con ella no me monto en el ascensor, eso tenlo por seguro, me da miedo que ella le dé una orden al loro y el loro se me tire a las orejas. Ayer me dijo una amiga española que se notaba que después de un año aquí, ya no escribía esos artículos idílicos sobre Nueva York. Ya, la dije, pero yo no quiero, la dije, no quiero, la dije, que se me noten las ganas que tengo de ir a España. Quedaría como cateto, ¿entiendes?, la dije.
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