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Tribuna
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Viaje a alguna parte del teatro valenciano

No es extraño que los ánimos anden caldeados. Cuando escribo esta pieza sopla un poniente inmisericorde que enfurece los termómetros. Y parece que este calor ha alterado un poco más a los profesionales de las artes escénicas valencianas. Pese al estrépito, tampoco es tan complicado. Ocurre lo de siempre: diálogo de sordos, no nos entienden, la culpa es del otro. Parece que falta entendimiento entre público, profesionales y administración. En seis años ha habido seis consellers y seis directores de Teatres, se suceden las plataformas, las reuniones, las mesas de trabajo, las asambleas, pero los acomodadores de los teatros valencianos saludan a los espectadores por su nombre, de tan pocos que acuden.

El sector no es tan complicado en sí mismo, tiene sus claves como cualquier otro, pero hay muchos sectores económicos de extraordinaria complejidad que han conseguido organizarse, madurar y ser visibles socialmente. Es el entorno sociopolítico y su vocación de control con la aquiescencia de los implicados lo que lo hace parecer enrevesado. Las compañías han comenzado a tomar conciencia de que deben mejorar su funcionamiento interno y ya se percibe una decidida apuesta por la profesionalización en la gestión, pero aún les queda mucho camino por recorrer. La cultura hace tiempo que dejó de ser socialmente percibida como una tarea del sector público que debe garantizar su adecuada provisión a través de unos costes cada vez crecientes para la sociedad. Esa realidad aquí no cala, como tantas otras. Lo más triste es que tras casi tres décadas estamos como al principio. Extrañamente gran parte de los implicados proponen más de lo mismo: continuar, con más dinero para ellos eso sí, con un modelo que los tiene controlados, dependientes, divididos y sometidos a la Conselleria de Cultura. Ahora bien, curiosamente se perciben a sí mismos como un sector maduro (¿). Dijo Borges que la más burda de las tentaciones del arte es la de creerse un genio. Muchos no sabemos evitarla y eso ayuda poco.

Por parte del gobierno local, pues qué vamos a decir a estas alturas. Dadas las mimbres hacen lo que pueden. Pero no es nada nuevo pues el teatro es lo último que se deshace de las trabas dirigistas/oficialistas de los gobiernos. El miedo atávico del poder a lo que está vivo, a la inquietud ante lo no enlatado y controlado, a lo que ocurre en el presente: la fuerza latente del teatro se refleja en el tributo que ha de pagar a la censura. Los gobiernos -todos- saben de manera instintiva que el hecho vivo puede crear una corriente eléctrica peligrosa, aunque esto ocurra muy rara vez. Ese antiguo temor es el reconocimiento de un antiguo potencial. Peter Brook dixit. Y lo que tampoco es nuevo es el desprecio, el ninguneo, la provocación permanente hacia la profesión, la carencia de cualquier atisbo de sensibilidad hacia ese mundo. ¿Por qué? Pista: El impagable texto de Javier Herrero Los orígenes del pensamiento reaccionario español. Otra: A la Comunidad Valenciana ya se la conoce por el PAI Valencià.

Nuestros vecinos europeos ya se dejaron de polémicas, de bizantinismos estériles y optaron por la cruda realidad. Se habla de la Industria de la Cultura como un conjunto de actividades que opera en la producción y distribución de significados simbólicos; nada más, ni nada menos. Por estos pagos se sigue en la eterna disputa de qué es cultura y qué no es cultura, si la música popular o los espectáculos de masas lo son o no, que si lo que pasa por el mercado de ningún modo puede ser cultura, que si lo nuestro no son empresas propiamente dichas, etc. En fin... Cualquier análisis de políticas culturales comparadas en Europa nos devuelve siempre el mismo resultado. Si evitáramos estériles prejuicios, veríamos que el conjunto de actividades que se pueden incluir en el sector cultural suma casi el 5% del PIB, y con crecimientos interanuales de doble dígito. En el Reino Unido excede a las del automóvil y la alimentación. En Holanda es tan importante como la química y en EE UU es la segunda del país (datos de 2002). ¡A ver qué ministro o conseller se le ocurre ningunear a un sector con ese peso! Aquí poco a poco se va entendiendo que si todos los que trabajan en la cultura olvidan sus diferencias y se concentran en lo que los une serán una voz a escuchar por obligación. La Industria de la Cultura es el cimiento sobre el que se está edificando la sociedad de la información de este nuevo siglo por una razón muy sencilla pero muy poco visible: la riqueza ya dejó de ser esencialmente material. Utilizar materia y energía se está poniendo cada vez más difícil y más caro en Occidente. Por ello el valor se ha desplazado al conocimiento y a la información, es decir, al intercambio/tráfico de símbolos que nutren identidades.

El proceso globalizador no es cuestión de gusto, es más bien imperativo. Las sociedades occidentales han renunciado, en una monumental y desvariada orgía de consumo, a controlarse a través de mecanismos políticos y han entregado la dirección a los mercados. Éstos no preguntan, laminan. Sus principales abogados son nuestros políticos neo-cons, y en el proceso de allanamiento social el mantazo de homogeneidad identitaria al que nos someten es invariable: estamos expuestos en todo el orbe a los mismos signos, marcas, músicas, noticias, símbolos. Y de ahí viene la reacción: afirmaciones tan variables como desesperadas de identidad (nacionalismos florecientes, yoísmos varios, fashion victims, etc.) a través de juegos de símbolos. Lo cultural nunca tuvo el campo tan abonado. Y, por fin, recordar que el desarrollo de la cultura genera riqueza económica, pero el crecimiento económico no necesariamente genera valor cultural. Dense una vuelta por Manchester, brillante ejercicio de acción política local urbano-económico-cultural combinada y verán cómo la industria cultural sustituyó a la siderúrgica, sanó heridas, cerró sus cicatrices y recuperó anteriores niveles de riqueza. También recuperó deshechos urbanos como nuestro amado y vivido Barri del Carme, lamentable y vergonzosa herencia de todo el incivismo de los políticos de la democracia valenciana. Si se quisiera sólo hay que adaptar modelos, por no decir copiar.

En esta tierra que a veces parece no tener corazón, el teatro, la danza y el circo pueden ir a alguna parte. Hay mucho camino por recorrer hasta que sistemáticamente se agote el papel en las taquillas. Es momento de parar, pensar, unirse a otros, mirar bien lejos y partir de nuevo en otra dirección. ¡Claro que se puede!, y se ve en el horizonte asomar una ley. Ojalá sea la del tino, sentido y cooperación que permita el natural despegue de la Industria de la Cultura en la Comunidad Valenciana. Y que esa cultura, socialmente visible, valorada y cuidada como la más importante, sea la que nos restaure el alma abrasada en este esperanzado desierto de calor..., y de poniente.

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Luis Bellvís es profesor de la Universitat de València.

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