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Columna
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Londres

Hubo un tiempo en que Dios llegó a ser una metáfora deslumbrante para cristianos y musulmanes. Su credo sonó como música celestial en los coros catedralicios de Europa y en el canto de los muecines; inspiró a Miguel Ángel, dio lugar a versos excelsos de algunos poetas árabes y todavía pervive como un legado enigmático en la piedra de los templos y en los muros de las mezquitas, en el alma de millones de desheredados y hasta en el corazón de los que no creemos ni en nosotros mismos. Sin embargo, hay que reconocer que desde que ha comenzado este milenio apocalíptico, todas las carnicerías masivas ocurridas desde Nueva York a Besan y desde Madrid a Londres, llevan la firma de Alá que se ha convertido en uno de los alias más temidos del ser supremo. Como excusa o como fin en sí misma, la fe se ha confabulado con el peor peligro en estos tiempos de la Necrópolis Global. El mismo Dios que en cualquiera de sus libros sagrados, ya sea el Corán o la Biblia, propugna una moral de amor al prójimo y justicia social se ha transformado en manos de los fanáticos que administran su legado en una franquicia mortal.

También hubo un momento en que el evangelio de los cristianos, al ser asimilado por Roma, escaló las tribunas del imperio y como consecuencia cobró su tributo de sangre. Todavía hoy quedan obispos y altas dignidades eclesiásticas que añoran la eficacia intimidatoria de los tiempos de Torquemada y van por ahí despotricando su ira preconciliar contra el uso del preservativo que sólo en África podría salvar millones de vidas. Son muertes anunciadas por las que algún día tendrían que responder aunque sólo fuese ante un tribunal de Salud Pública. La Revolución francesa llevó por primera vez la iglesia al banquillo y la despojó de su impunidad. Galileo y Leonardo habían expulsado antes a Dios del centro del Universo y desde entonces la fe católica no tuvo más remedio que admitir el principio expresado por el profeta de Nazaret cuando respondió a un publicano que pretendía tenderle una trampa saducea, aquello de a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Lo cierto es que no todos en el seno de la confesión católica han aceptado de buen grado este principio que es la piedra angular del estado laico y de ahí la irritación con la que algunos obispos han entrado en el siglo XXI. Pero la Ilustración y el Humanismo no pasaron en balde y su influjo ha servido al menos para que nuestra civilización no se deje supeditar a ningún ser supremo.

Quizá sea precisamente ésa la cuestión que todavía tiene pendiente de resolver el Islam: salvar a la religión de sus mortíferos guardianes. El mundo occidental y buena parte del oriental se ha acostumbrado a que detrás de cada noticia sangrienta surja el nombre de su dios para escarnio de muchos musulmanes de buena fe que rechazan tajantemente la violencia. Esa perversión, instigada por un grupo de creyentes fanáticos ha convertido a Alá en rehén de los sectores más enloquecidos que lo tienen secuestrado para endosarle sus carnicerías. Así el profeta Mahoma es invocado en cada telediario en medio de otro baño de sangre, mientras el mundo entero se halla de nuevo al borde del abismo y en Londres han abandonado el cielo todas las palomas que eran las únicas que aún creían en Dios.

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