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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Bruto, Casio y los otros

Marcos Ordóñez

Julius Caesar, dirigido por Deborah Warner, en el Español. Llenazo espectacular durante toda la semana. El Español, olé el invento (y muy bien subtitulado, en la versión de Valverde), coproduce con el Barbican, Chaillot y el Théâtre de la Ville de Luxemburgo. De hecho, es el primer Shakespeare que monta el Barbican desde que se fue de allí la RSC. Montaje a lo grande: obra íntegra (tres horas y media) y 90 actores. Desglosados, 28 ingleses y 62 coreutas (vulgo figuración) reclutados in situ. Expectación muy comprensible, porque a) Deborah Warner no pisaba España desde 1989, con su memorable Tito Andrónico y b) Ralph Fiennes es Marco Antonio. Esto tiene su guasa, porque Marco Antonio no suele ser un papel para un primer actor. Cuando Fiennes desembarcó en el Almeida, en 2000, eligió Coriolano y Ricardo II, dos papelazos como Dios manda. ¿Qué pasa con Marco Antonio? Que en cine lo hizo Brando y eso marca. ¿Qué pasa con Marco Antonio, bis? Que, hablando en plata, tiene dos escenas y poco más. El poco más es su llegada: irrumpe en la Lupercalia como si fuera Beckham, el joven militar triunfante, idolatrado por el pueblo, y así nos lo sirve Fiennes, un superstar interpretando a otro superstar. Escena uno: Marco Antonio engatusa a los senadores que acaban de apuñalar a César. Escena dos: el famoso discurso en las exequias de César, cuando se revela como un sofista de aquí te espero y, en plan gallego, solivianta a las masas contra los asesinos. En la segunda parte envía a un montón de conspiradores al patíbulo (fríamente y con ordenador portátil, porque el montaje es moderno) y al final reaparece para ganar la batalla de Filipo y echar unos piropos sobre el cadáver de Bruto. Julio César es rarita. Para empezar, César sale poco: se lo cargan casi enseguida. Pero está claro que como título tiene más empaque que Bruto. O que Bruto & Casio, los verdaderos protagonistas, los únicos que "tienen conflicto". Luego me explayo.

A propósito de Julius Caesar, dirigida por Deborah Warner en el Teatro Español, de Madrid

En realidad es casi una pieza de cámara, una obra de cuatro o cinco personajes. César, Bruto, Casio, Marco Antonio. Hay dos mujeres: Calpurnia (Ginny Holder), la esposa de César, que sólo sale para decir: "Mejor no vayas, que te van a dar", y Porcia, la mujer de Bruto, que aquí interpreta Rebecca Charles sustituyendo a Fiona Shaw: hace de coja excesiva, casi la respuesta femenina a Everett Sloane en La dama de Shangai. Luego, claro, están los conspiradores, que son un bulto, tan bulto como el pueblo desatado. Los primeros llevan a cabo un, digamos, regicidio por anticipación: quieren acabar con un tirano antes de que lo sea. Los segundos, el pueblo desatado, quieren liarla. Y la lían, como siempre. El argumento "político" que utilizan Bruto y compañía para justificar el crimen es salvar la República. La causa secreta, como siempre, es mucho más pedestre: pura envidia ante un monarca que ha subido demasiado alto. César (John Schrapnel) parece el presidente de una multinacional, un tipo más fatuo que amenazante. Casio es Simon Russell Beale, un especialista en jugar al contratipo: con sus cien kilos no es el intelectual "escuálido y de ojos hundidos" que pide el texto, como tampoco parecía el más indicado para interpretar a Hamlet (a las órdenes de John Caird, en el 2000) pero borda a Casio como bordó al príncipe. Su Casio es un pre-Yago, sensato y muy convincente, que logra convertir a Bruto en un aprendiz de Macbeth. Anton Lesser, otro monstruo de la escena inglesa, es ese Bruto neurótico, obsesivo, autoengañado y con el corazón partido. Ama a César, su mentor, y se considera el paradigma del hombre honesto, por encima de las bajas pasiones: propone una eliminación casi quirúrgica, pero el asesinato se convierte en una chapuza sangrienta. Y afortunada: Deborah Warner rodea de seguratas la llegada de César, pero no hay ni uno cuando lo apiolan. Tampoco se explica que dejen hablar a Marco Antonio en las exequias, aunque ahí la culpa hay que echársela a Shakespeare, que hace trampa en el guión. Casio ya se huele que la cosa no pinta bien, aunque tampoco -trampa dos- insiste demasiado. Julio César es mucho más sardónica de lo que parece, y casi se diría un borrador de la descreída y magistral Troilo y Cressida, escrita dos años más tarde. Volviendo a Marco Antonio, Fiennes está perfecto al comienzo del discurso, un hombre muerto de miedo ante la posible respuesta hostil de la masa, pero luego se pierde en florituras retóricas, con mucha pausa y mucho escucharse.

También fastidia un poco la escasa utilización de los figurantes: la Warner tiene más romanos que Bronston, pero la cosa se queda en cuatro gritos y una escena -el asesinato, por error, del poeta Cina- que resuelve como Calixto Bieito en un día malo, con una punk tirándoselo mientras se lo cargan. El caso es que la máquina de matar, el "todos contra todos", se ha puesto en marcha y los motivos son lo de menos. Parafraseando a Baroja, la obra podría haberse titulado "César y Nada": de la Nada final, tras los suicidios de Bruto y Casio y la exterminación de media Roma, emergerá, ironía definitiva, un nuevo César, el pequeño Octavio Augusto. Esa segunda parte siempre ha tenido y tendrá problemas: es un interminable entrar y salir de soldados, con coraza o en plan guerra de Irak, que es la opción Warner. Ya fatiga un poco eso. Y da su risa, sobre todo cuando Casio y Bruto claman por un cuchillo para matarse mientras sostienen ametralladoras y varias granadas les cuelgan del cinto. Lo mejor del montaje es la extrema claridad expositiva de Bruto y Casio y sus tres grandes momentos en la segunda parte: a) la macbetización de Bruto, poseído por el fantasma de César; b) su dolor estoico tras el suicidio de Porcia y, c) la caída de Casio, definitivamente un niño perdido, consciente de que ha abierto la caja de Pandora por su maldita necesidad de afecto, sin conseguir absolutamente nada. O, mejor dicho, consiguiendo Nada.

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