Camarero, ¡por favor!
Como todos los años al llegar el verano descienden las cifras del paro y la noticia se celebra en los medios políticos y mediáticos como un mérito para los gobernantes de turno, mérito que será demérito a fin de temporada cuando se plieguen las sombrillas de los chiringuitos playeros y se desmonten las terrazas urbanas, hasta que vuelva a lucir el buen tiempo, que es el peor tiempo que nos mandan los cielos, la sequía es aún más pertinaz que antaño y una sed antigua rebrota en los campos. La escasez de lluvias es mala para la agricultura y excelente para las empresas de agua mineral embotellada y para los empresarios del sector hostelero. Y el campo, ¿a quién le importa el campo? Sólo a los campesinos, y no a todos, porque son muchos los que cobran subvenciones europeas por no cultivar, y por ahora.
El titular correcto sobre este descenso estival del desempleo hubiera sido: "El paro desciende en 12.000 camareras y camareros". Una profesión asequible y estacional para jóvenes inmigrantes y estudiantes nativos que aprenderán a ganarse el pan con el sudor de sus frentes y el dolor de sus extremidades, con sueldos miserables y promesas de propinas espléndidas. Con una agricultura casi en vías de extinción, y la progresiva deslocalización de las empresas transnacionales en busca de mano de obra más barata, sumisa y resistente, el panorama laboral de los neófitos se reduce a los sectores de la construcción de obras públicas y privadas, el turismo, la hostelería, las empresas de seguridad, el cante y el baile. Hay demanda de peones de la construcción, camareros, guardias, disc-jockeys y artistas del nuevo flamenco, o del hip-hop. O eso, o aspirar a un puesto de concursante perpetuo en un reality show de infinitas secuelas
Sospecho que el papel de España en el futuro europeo va a ser el de reserva turística y cinegética por excelencia, especializada en los negocios del ocio, estación veraniega, coto de caza y residencia perpetua de jubilados de países donde el sol es menos generoso. Cada temporada se necesitarán más camareras y camareros, disc jockeys y palmeros. Pero la de camarero, por ejemplo, es, era, una profesión cualificada, un oficio de riguroso escalafón, con sus secretos, sus trucos y sus saberes, que incluían de la coctelería a la filosofía. He conocido a muchos camareros filosóficos, y ahora conozco a uno que es licenciado en Filosofía pura y a una psicóloga que insiste en hacer terapia de grupo con la clientela noctámbula, sin demasiado éxito, todo hay que decirlo, porque a partir de ciertas horas, y de ciertas copas, el personal masculino sólo piensa en una cosa y se producen incómodos equívocos.
Del camarero-filósofo al filósofo-camarero el oficio se ha ido degradando; tras las barras y alrededor de las mesas de las terrazas de temporada pulula una legión de aficionadas y aficionados sin afición alguna por la profesión, distantes adolescentes, modelos y actrices en ciernes que se miran el ombligo y son miradas con admiración por lo menos en los primeros 15 minutos de espera y jóvenes y musculados modelos y actores noveles con cara de pocos amigos y agresivos tatuajes. Lo comprendo, nunca he sido camarero, tengo dificultades incluso para quitarle la chapa a una cerveza, pero acumulo una larga experiencia como cliente y he sido mal acostumbrado, mimado y, en ocasiones, maltratado y expulsado por varias generaciones de camareros con mando en plaza. Sé que es oficio duro e ingrato, sin grandes perspectivas ni expectativas, y conozco de primera mano los testimonios de amigas y amigos que sirvieron cervezas a los hooligans de la Costa del Sol y sangrías a los jubilados de Benidorm durante largos y tórridos veranos. Subcontratados siempre para los meses de mayores ajetreos, aglomeraciones y quebrantos, es lógico que los camareros eventuales no muestren mucho entusiasmo por su profesión ni mucha simpatía por la clientela.
Para encontrar camareros como los de antes sólo queda media docena de viejos cafés. Sentado en uno contemplaba del otro día la estampa del viejo profesional con su pajarita, fumándose su cigarrito acodado en el mostrador y contemplando, filosófico, a los sedientos parroquianos. Lo miré con admiración y respeto, por lo menos durante los primeros veinte minutos de espera.
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