Rescoldos de grandeza

Aparte grabaciones, las cuatro visitas valencianas realizadas por Jim Hall permiten una cierta perspectiva: julio 1984 en dúo con Ron Carter, noviembre de 1988 en Perdido (con Gil Goldstein y Steve LaSpina), abril de 1999 en Torrent con Chris Potter, Scott Colley y Terry Clarke. Y la actual, que viene a confirmar y aumentar los interrogantes de la anterior. Básicamente, es incontestable que ha cambiado de forma de tocar. Lo más habitual es que el músico de jazz, tras un periodo de consolidación y puesta a punto de su estilo, suela explotar más o menos permanentemente sus hallazgos. En el lado contrario, encontraríamos a un Coltrane capaz de hacer dos revoluciones (una de ellas contra sí mismo). Aunque nunca sabremos a donde habría llegado. Entonces, podría parecer un sano inconformismo las búsquedas y tanteos actuales de Jim Hall. No estoy tan seguro. Es difícil valorar el papel que juega una cierta decrepitud física, a sus casi setenta y cinco años.

Se podrá aducir que intenta construcciones intrincadas y novedosas. Pero, en muchas ocasiones, los acordes no se resuelven y da la impresión de estar experimentando sin tener clara la dirección. El timbre se ha hecho más oscuro y perdido su nitidez y claridad de antaño, tan características. El ataque ya no tiene su otrora punzante precisión. Por suerte, no ha caído en la electrificación excesiva y el abuso de pedales, tan caros a los Metheny, Scofield, Stern y otros de su misma índole. Nunca ha sido un guitarrista exuberante y siempre ha dominado en él la economía de notas, la utilización del espacio y los diseños rítmicos sorprendentes, aprendidos de Rollins (lo recordó con el célebre calipso St. Thomas). Ahora, todo eso se encuentra con cuentagotas. Lo mismo pasa con ese lirismo que lo emparentaba en cierta medida con el pianista Bill Evans.

Evidentemente, cuando se ha sido uno de los más importantes guitarristas de jazz y un innovador, quedan rescoldos de su pasada grandeza. Aún conserva algo de su peculiar manera de tratar los estándares, como en How my Heart Sings y, en cierta medida, el ellingtoniano In a Sentimental Mood, uno de sus temas fetiche, aunque son preferibles grabaciones anteriores. Los temas del folklore de Burkina Fasso y americano hacen añorar su participación en el trío del clarinete y saxo Jimmy Giuffre. Pero, aún es capaz de generar algún logro con la inteligente relectura, en dúo con el excelente batería canadiense Terry Clarke, de For Dancers Only, que Sy Oliver escribió en 1937 para la orquesta de Jimmie Lunceford. El tándem rítmico La Spina-Clarke, que colabora con él desde los años setenta, carburó espléndidamente. Y el pianista Keezer, un tanto apagado, por lo menos no fue obstructivo. Bueno, en el peor de los casos, nos queda una obra magnifica suya y junto a Giuffre, Rollins, Art Farmer, Paul Desmond, Bill Evans y muchos más. Siempre será un refugio y la constatación de su inmenso talento.