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Columna
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Respeto

El respeto es imprescindible. Hay que esforzarse en practicarlo porque puede estar en nuestras convicciones éticas y desaparecer como por ensalmo en cualquiera de esas refriegas en que surge lo peor de nosotros. Creo, sinceramente, que, tal y como están las cosas, esa actitud permanente de respeto al pensamiento ajeno constituye, por escasa y necesaria, una virtud que merece la pena cultivar. Siendo consecuente con ello, quise ser respetuoso con quienes salieron en manifestación el pasado 18 de junio contra los matrimonios homosexuales, como lo fui con los colectivos gays cuando se manifestaban reclamando ese derecho. Es verdad que me cuesta entender el empeño de los homosexuales en que se llamara matrimonio a lo suyo y no de cualquier otra manera, cuando pienso que lo importante de verdad no es la semántica, sino que la ley les garantice un trato igualitario con los heterosexuales.

De igual manera, tampoco consigo comprender qué les importa que los gays se casen a esos supuestos representantes o defensores de la familia (yo, como todo hijo de vecino, tengo familia y no me siento ni representado ni defendido por ellos). Y, desde luego, no consigo ver el terrible poder de destrucción de la estructura familiar que esos señores tan antiguos le atribuyen a las bodas entre homosexuales. Pero, a pesar de todo, les respeto, porque sabe Dios lo que cada uno tiene en la cabeza y por qué lo tiene y, mientras que ejerzan legalmente su derecho a la libertad de expresión y manifestación, nada hay que objetar.

Por las mismas razones admitía el derecho de la Iglesia a mostrar su oposición a los planes del Gobierno y hasta puedo comprender que en su concepción del mundo y de la vida no encaje lo de los matrimonios entre dos señores o dos señoras. Mi respeto al discurso de la Iglesia se desplomó, sin embargo, dos días antes de la manifestación en la calle Alcalá. El jueves 16 de junio, el señor secretario general de la Conferencia Episcopal compareció ante los medios de comunicación para jalear su apoyo a la convocatoria y decir sin pestañear que "los católicos, en dos mil años de existencia nunca se habían encontrado con nada igual".

Al principio pensé que era un desliz y que tal vez el señor Martínez Camino, con los nervios, había mezclado medicinas, pero no. De seguidas, con igual rotundidad, añadió: "Estamos ante un desafío histórico". O sea, que para el portavoz de los obispos españoles ni las cruzadas, ni la conquista de América, ni las misiones, ni mucho menos las guerras, las dictaduras, o la hambruna nada ha habido más inquietante para la Iglesia ni que haya constituido un mayor desafío que su lucha contra los matrimonios gays. Es más, el prelado cree que, de no hacer nada, las generaciones futuras podrían reprochárselo.

No voy a referir aquí los muchos reproches que las generaciones pasadas, presentes y futuras podrían hacer con fundamento a los obispos que en el mundo han sido por los horrores de la Inquisición, por comulgar con dictadores u ocultar pederastas. No lo haré por respeto a los hombres y mujeres que pertenecen a la Iglesia y cuya vida es un ejemplo de bondad para toda persona de bien, sea cual fuere su creencia. Hay miles de religiosos que luchan contra el dolor, la enfermedad y el sufrimiento ajeno en circunstancias terribles, sin que su causa adquiera mayor relevancia en los afanes de la Conferencia Episcopal. Son tan distintos, que los jerarcas eclesiásticos se me antojan impostores.

El pasado 12 de junio, la ONU convocó en Madrid, al igual que en otras 200 ciudades del mundo, una marcha contra el hambre. Miles de niños mueren cada día por desnutrición mientras la miseria y la incultura asolan áreas enteras del planeta en las que los seres humanos pueden matarse por un simple cubo de agua. A pesar del aluvión de críticas que recibieron los obispos por no apoyar esa causa y volcarse contra los matrimonios gays, tampoco hubo apoyo de la Conferencia Episcopal a la manifestación del domingo día 26 contra la pobreza. La obsesión de Cristo eran los pobres, la de estos obispos hooligans, el sexo y sobre todo los gays (lo que, por cierto, empieza a resultar un poco sospechoso). Un mensaje así encenderá a su hinchada en las calles, pero está vaciando los templos de forma alarmante. Van a conseguir que la gente les pierda hasta el respeto.

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