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Estudiar deleitándose en Valencia

En una de las entrevistas televisadas con ocasión de la muerte de Joan Miró, Xavier Rubert de Ventós subrayaba que, en una época en la que todo era tan complicado y difícil, Miró suponía el placer de lo sencillo. No estoy seguro de que disfrutar de Miró sea, sin más, mero asunto de los sentidos que no necesite mediación teórica alguna. Pero Rubert de Ventós estaba en lo cierto: hoy todo es extraordinariamente sofisticado, complejo y exigente. Hasta los churritones de Pollock (drippings, si nos ponemos finos), o los repintados iconos de la sociedad de consumo de un artista pop cargan con enormes masas de teoría y crítica interpretativa que amenazan a quien se le ocurra acercarse al arte contemporáneo. Por no hablar de la obsesión histórica de nuestras sociedades: enseguida se nos dice que éste fue amigo de aquel otro, que con motivo de no sé que viaje -descubierto por una correspondencia hasta ahora ignota- vio en su estudio un cuadro a partir del cual se comprende el giro inesperado en la obra del visitante, que debemos considerar el papel que jugaron los respectivos marchantes de los cuales un investigador acaba de establecer la biografía definitiva... Y así sucesivamente: todo se periodiza, ramifica, multiplica, se fragmenta para después reconectarse y se establecen, por ejemplo, sorprendentes nexos entre manchas de color y teorías sicológicas o entre descubrimientos científicos y formas de pintar, escribir o filmar. En general, se explica lo cercano por lo remoto, incluso extremadamente remoto, y todo ello, y mucho más, acaba dejando exhausto, y desde luego acobardado, a todos aquellos que deciden ir más allá de la basura televisiva, artística o literaria. Porque la sociedad de masas, es decir, cuando todos nosotros -menos aquéllos sepultados en la marginalidad y exclusión más radical- podemos formalmente acceder a cualquier producto cultural, es bastante despiadada en este sentido: todo cercano, ahí a la vista, y a la vez, terriblemente distante por complejo, con sus guardianes y administradores de mirada a menudo displicente. Baste leer, incluso, algunos suplementos culturales periodísticos, uno siempre acaba sintiéndose culpable por lo que no entiende; y si lo entiende, porque no lo conoce; y si lo entiende y conoce, porque no del todo...

Así las cosas, si no viento tempestuoso, sí al menos suave brisa refrescante puede suponer la nueva licenciatura de Humanidades que la Universitat de València inaugura el próximo curso. Una licenciatura de dos años a la que puede acceder cualquier diplomado en cualquier otra cosa, o aquellos estudiantes que hayan cursado el primer ciclo de otra titulación. Y quien la curse con bien se convertirá en licenciado superior, pudiendo mejorar su situación laboral u optar a trabajos que exijan tal requisito. Sin duda es éste un aspecto relevante y de interés inmediato (sea el caso de los funcionarios del grupo B que por promoción interna podrán optar al A, etcétera). Comprensible es también que los responsables académicos insistan en él, dada la caída de la matrícula y el general desafecto estudiantil. Pero dejemos de lado, por un momento, el marketing utilitarista más al uso. Porque los estudios de Humanidades pueden satisfacer aquella necesidad de orientarse en las incontables sendas perdidas del bosque de signos donde vivimos. Más allá de la utilidad funcional que pueda tener la nueva licenciatura, descontados los jóvenes que la escojan, para otros muchos que hace tiempo abandonaron la universidad este nuevo segundo ciclo puede ser la oportunidad de recuperar el placer de estudiar, de optar a ulteriores placeres cuyo acceso nos tienta a la vez que asusta: merodear por los valles y montañas de literatura contemporánea; rastrear las principales ideas -surgidas en ésta o aquella disciplina- que han configurado el mundo en que vivimos; desentrañar los conceptos y valores que prevalecen en las confrontaciones políticas; constatar las diferentes formas de vida o los variados entresijos de la vida social, de manera que lo propio deje de parecer natural o inevitable; sorprenderse de cómo lo aparentemente nuevo viene sin embargo de lejos; o, por el contrario, cómo lidiar asuntos del todo nuevos que nuestros mayores apenas sospecharon... Lo dicho: un placer. Porque somos de tal manera que nos gusta el intríngulis de las cosas, porque una vez envenenados por el puzzle volvemos y volvemos a él, aunque siempre se agradece la ayuda -"prueba así"- de la mano amiga que mira de otra forma y avista de golpe la figura en su conjunto.

Lo cual exigirá un esfuerzo de los docentes que tengan a su cargo las materias del plan de estudios (hay que decir, para no caer en vana propaganda, manifiestamente mejorable). Habrá que desprenderse de la inconsciente arrogancia que normalmente acompaña la docencia en la que somos especialistas cuando la ejercemos ante quien suponemos (falsamente en la gran mayoría de casos) serán los nuevos especialistas de mañana. Y, sobre todo, adoptar un punto de vista no tanto inter cuanto transdisciplinario. O dicho con palabras menos horrorosas: deberemos abordar nuestros respectivos temas no ya pensando en que el del aula contigua les explicará cuestiones conexas pero que "no son de mi disciplina", sino trazando cada uno de nosotros las conexiones y círculos concéntricos que muestren por qué esto o aquello ha sido y es relevante, nos constituye y nos explica. Hacer de lo clásico algo que nos hable, conectar autores e ideas antiguos con lo nuevo y aun último, abandonar la idea de que hay que saberlo todo (que nunca se sabe) para saber algo, incluso ser un punto iconoclasta en favor de cierta flexibilidad y libertad de pensar ("¿pero cómo no van a estudiar a fulanito si es fundamental?", dirá el especialista en su fulanito particular)... Todo ello, no tan sencillo, hemos de saberlo hacer disfrutando, que es la única manera de embarcar a otros en disfrutes que apenas atisban. Si además, algunos se promocionan profesionalmente, bienvenida sea la mejora. Pero quizá el que acuda sólo pensando en tal fin quede prendado del placer de estudiar. Si es así, seguirá ya siempre, él solo, estudiando. Y los docentes aprendiendo a enseñar en tiempos nuevos.

Nicolás Sánchez Durá es profesor del departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universitat de València.

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