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Columna
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Amor

Los trovadores, los juglares y otros poetas del corazón acaban de recibir un golpe bajo: los científicos han dictaminado que el amor se parece mucho a una enfermedad mental. Según los neuropsicólogos esta patología humana genera una mezcla de euforia, neurosis y obsesión que provoca comportamientos muy extraños: mensajes compulsivos en el messanger, llamadas a media noche, vértigos suicidas, serenatas a la luz de la luna, asaltos a las tapias de los conventos... Al parecer en su perfil neuronal el amor se acerca más a impulsos primarios como el hambre o la sed que a estadios desarrollados de la inteligencia superior.

Resulta que ese fluido tan sutil como el aliento que ha traído de calle a clásicos y a románticos, se localiza en la zona más profunda del hipotálamo, por debajo de la percepción consciente. En este núcleo tegmental se produce una sustancia química llamada dopamina que al parecer es la responsable de más de un descalabro matrimonial. Según los análisis neurológicos el enamoramiento es uno de los comportamientos más irracionales del ser humano, su fuerza destructora es capaz de alzarse sobre las cabezas estupefactas de maridos y esposas, amigos y parientes, sobre el carnet de la Seguridad Social, las cartillas del banco y los planes de vivienda y ahorro. Algunos estudios lo llegan a comparar con un tipo peligroso de psicosis. Sin embargo, la pasión amorosa hizo sentir una convulsión muy profunda a Goethe al final de su vida, convirtió en un río trascendente la poesía de San Juan de la Cruz, condenó a un torbellino de felicidad y barbarie a muchos amantes que soñaron con París antes de que el cine inventara esa ciudad en piedra gris y cielo de plata, atormentó a Lord Byron, inspiró a Ovidio y a Modigliani, torturó la imaginación delirante de Pasolini, sonó como una tormenta de titanes en las partituras de Chopin, y todavía hoy sigue iluminando el alma de millones de enamorados que salen a inventar el mundo cada mañana.

Ahora los científicos de la Universidad estatal de Nueva York han obtenido mediante escáner imágenes cerebrales de esa actividad febril que, según ellos, no responde al simple impulso biológico de la excitación sexual, sino a mecanismos psicológicos en los que están implicados a partes iguales la añoranza y la ansiedad, que son las leyes fundacionales del deseo, como cantaba Nat King Cole. Y es que a veces la ciencia parece obedecer a los boleros.

A lo largo de la historia muchos teóricos del espíritu han puesto todo su empeño en destripar pieza a pieza los mecanismos de esta emoción indómita sin lograr desentrañar su misterio. Sólo algunos poetas muy excelsos han conseguido acercarse al milagro de un sentimiento cuyo goce inicial contiene una gota del néctar de los dioses y nos concede el don, no de volver a ser jóvenes como una etapa, sino de vivir la juventud como un suceso. Porque en el estreno de un amor brota una clase de alegría que nos lleva a recibir la vida como una ocasión primera: el relente del agua empezando a correr, la luz del acero recién cortado, el primer libro... "Qué alegría vivir sintiéndose vivido", escribió el poeta Pedro Salinas a una mujer que no era la suya. Claro que entonces aún no se sabía que era la bioquímica la que gobernaba los vuelcos del corazón.

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