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Crítica:CLÁSICA | Festival de Granada
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Pilas Luganski

Al salir del concierto del domingo en el palacio de Carlos V, una señora que no se había aprendido bien el apellido del director pero que se había enterado de todo, lo clavó: "El ruso le ha puesto las pilas a Sarastro". Sí, señor, así fue, pues, el sábado, Saraste -que así se llama el maestro finlandés- capitaneaba una pálida sesión que concluía con el amostazamiento general ante la misma sensación de tantas veces: que no acaba de romper. Es un estupendo técnico de la batuta, seguro y sin fisuras, pero a quien cuesta exhibir su musicalidad más allá de esa excelente mecánica. Se leía por encima el Don Quijote velando las armas de Esplá, se daba una Iberia pasada de fecha -pochas las flores de sus Perfumes de la noche-, se cumplía en la Quinta de Prokófiev -muy bien el Allegro marcato- y sólo Feria de Magnus Lindberg complacía plenamente.

Philharmonia Orchestra

Juka-Pekka Saraste, director. Nikolai Luganski, piano. Obras de Esplá, Debussy, Lindberg, Prokofiev, Messiaen, Rachmaninov y Sibelius. Palacio de Carlos V. Granada, 25 y 26 de junio.

Pero llegó el domingo. Para abrir boca, una buena traducción, sin más, de Les offrandes oubliées de Messiaen. Ya estábamos con lo mismo. Pero he aquí que aparece Nikolái Luganski, se sienta al piano y ofrece la más impresionante versión de un concierto de Rachmaninov -fue el Tercero pero incluyan en la afirmación a los otros tres y a la Rapsodia- que este crítico ha escuchado en su vida. Todas las notas, desde luego, pero todas con sentido, partes mínimas unas y mollares otras de una obra que, tocada así, sale definitivamente ennoblecida. Dinámicas, adornos, cadencias, trinos, frases enteras, qué se yo, toda la perfección -o lo más cercano a ella- que imaginarse pueda al servicio de una música que parecía nacer esa noche en la Alhambra para quedarse en la memoria de los que tuvimos la suerte de estar allí.

El acompañamiento de Saraste fue modélico, impecable, pero quedaba la Segunda de Sibelius, esa hermosísima página de la que siempre decimos que cuánto nos gusta el tiempo lento pero en la que esperamos a su grandiosa coda final para dar nuestro veredicto. Esa coda que es como la espada para los toreros: si falla, se olvida lo demás. Bueno, pues Saraste, quién sabe si por efecto de esas pilas Luganski que le habían hecho pasar de la modorra al sobresalto, firmó un Sibelius magnífico, trabajado con cuidado, con calma pero con intensidad, vivido desde dentro de una orquesta que demostró con creces que ni el tiempo ni alguno de sus directores titulares pueden con ella.

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