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Columna
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Watergate, lección de humildad

La estela legendaria del caso Watergate, bandera de orgullo y de exigencia profesional, contiene una lección de humildad para el periodismo, y no sólo para la política. Lo ha recordado la identificación de la fuente anónima que guió el trabajo de los reporteros del Washington Post -hasta el pleno esclarecimiento del suceso y la dimisión del presidente de Estados Unidos, Richard M. Nixon-, pero estaba ya en la esencia del caso: el trabajo humilde, perseverante e independiente de la información cotidiana es la única guía de conducta para la excelencia del periodismo.

Treinta y tres años después, la identificación de Garganta profunda (Deep troth) en la persona del director adjunto del FBI, W. Mark Felt -que ya había sido considerada por los hombres del presidente y no era esencial para la comprensión del caso- añade un grado de excepcionalidad, que es difícil de encontrar fuera de la tradición política y periodística de Estados Unidos.

El éxito del Watergate retuvo la ilusión de que la prensa puede hacer caer al gobierno, ilusión que aún pervive

Cuando, en junio de 1972, seis colaboradores del comité republicano para la reelección del presidente Nixon fueron detenidos por allanamiento de morada en las habitaciones del cuartel general demócrata en el hotel Watergate, en la capital federal, la prensa española vivía bajo el régimen de libertad vigilada de la ley de prensa e imprenta de 1966. Una situación difícilmente comparable con la norteamericana, cuyo modelo de libertad y responsabilidad del periodismo ha tenido desde 1790 el amparo de la Primera Enmienda de la Constitución. Cuando, en agosto de 1974, Nixon dimitió, la situación no era mejor. Con Franco enfermo y el almirante Carrero Blanco asesinado ocho meses antes por ETA, el llamado "espíritu del 12 de febrero" del nuevo presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, no ofrecía atisbo alguno de democracia.

La percepción española del éxito periodístico del Watergate retuvo el mensaje más llamativo, a la vez que superficial: la supuesta capacidad de la prensa de hacer caer el Gobierno, ilusión que aún pervive en algunos sectores. Pero esa no era la cuestión. Si el Washington Post no hubiera seguido como hizo lo que en principio no pasaba de ser un simple suceso local -seguir siempre la información, había recomendado Joseph Pulitzer, el siglo anterior-, éste no habría tomado tales dimensiones ni alcanzado tamaño desenlace. Los jóvenes reporteros Carl Bernstein y Bob Woodward y demás periodistas del Post que trabajaron en el caso tardaron mucho en imaginar las descomunales consecuencias de lo que iban revelando. Y éstas no fueron irreversibles hasta el descubrimiento de las cintas magnetofónicas en las que Nixon había ordenado grabar todas las conversaciones de la Casa Blanca.

La caída del presidente tampoco fue el propósito del director Ben Bradlee ni de la propietaria y editora Katharine Graham. Veían la oportunidad de confirmar con nuevas investigaciones relevantes el acceso del Washington Post al primer nivel de la prensa norteamericana, tras el éxito del año anterior en el caso de los Papeles del Pentágono. La publicación por el New York Times de documentos clasificados sobre la intervención en la guerra del Vietnam no pudo ser impedida por la administración de Nixon en un insólito caso político y judicial, al que se sumó el Post. Después, emprendió y mantuvo en solitario durante largas semanas la investigación del Watergate, cuyo éxito lo ratificó como nuevo referente mundial del periodismo de calidad.

La trascendencia política y su divulgación en el cine y la televisión con la película de Alan Pakula Todos los hombres del presidente ha elevado el caso Watergate a la categoría de referencia social sobre el periodismo. Más allá de la mitificación de los reporteros encarnados por Robert Redford y Dustin Hoffman, la obra escrita por Bernstein y Woodward -El escándalo Watergate, en la versión española-, sobre la que se basa el filme, ofrece la dimensión más profesional y aleccionadora. Fijémonos en la fecha de su publicación, primavera de 1974, aún en el inicio del proceso de incapacitación del presidente Nixon.

Además del potente atractivo periodístico, político y detectivesco de su lectura, el relato por los dos reporteros de los dos años de ingrata y laboriosa investigación proporciona una lección permanente sobre los límites y las reglas del periodismo más avanzado, atrevido y responsable. También sobre una propiedad capaz de mantener la investigación en el clima desfavorable de la abrumadora reelección presidencial; dispuesta a hacer frente a todas las presiones del poder, como las relativas a la renovación de licencias de televisión, o a riesgos financieros, como la caída de cotización de las acciones en Bolsa. Especial relevancia ofrecen los criterios sobre uso, credibilidad, confirmación y protección de las fuentes -asumidos por la propiedad-, en un nivel de exigencia y rigor poco habituales no ya en la prensa española, sino en la propia tradición del continente europeo.

Con el caso Dreyfuss y el célebre "J'accuse" de Émile Zola en L'Aurore de París (1898) como principal referente, el periodismo europeo se ha relacionado con la política más en el terreno de la opinión que en el de la información, a diferencia del norteamericano. La relación entre libertad y comunicación en Estados Unidos -descrita por Furio Colombo, en Últimas noticias sobre el periodismo (1997)- ha concebido la información como un producto ligado a la realidad comprobada y en un régimen de competencia, que encarna el concepto británico del cuarto poder en el nivel de la calidad de la noticia. La investigación rigurosa como elemento esencial y cotidiano del trabajo informativo, incluidos "los intentos de robo de tercera categoría", como presentó el jefe de prensa de Nixon las detenciones del hotel Watergate.

Jaume Guillamet es catedrático de Periodismo de la UPF.

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