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Columna
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Aznareche, Zaplanagall y Rajod-Rovira

La estrategia de imputar una autoría intelectual de terrorismo a los adversarios políticos ha sido una de las indignidades políticas más escandalosas de la última década. Los gobiernos de Aznar, al principio con el bobalicón apoyo del PSOE (que no sabía lo que le esperaba al final del camino), encontraron en ese perverso discurso un filón electoral. En un primer momento, el damnificado fue el nacionalismo vasco, pero la imputación acabó abarcando a sectores cada vez mayores del espectro político. Así, gracias al tripartito de Ibarretxe se extendió la acusación a Ezker Batua. Pronto el nacionalismo catalán cayó en la misma bolsa. El Bloque Nacionalista Galego o la Chunta Aragonesista tuvieron que comprender que también ellos eran colaboradores de los asesinos. El socialismo catalán, con Pasqual Maragall a la cabeza, padeció la misma imputación. Y la llegada de Zapatero al poder supuso la consumación final de la estrategia: realmente, salvo el Partido Popular, no había en todo el panorama político nadie que se librara de ser (por acción u omisión, y mediando dolo o culpa) inductor, autor intelectual, cómplice, colaborador necesario, encubridor, connivente, beneficiario o permisivo espectador de la violencia terrorista.

Siguiendo la línea argumental del PP podríamos consumar un espléndido sainete

Esta práctica, de una bajeza sin límites, tocó fondo hace tiempo. ERC soportó un cruel asedio mediático a partir de la declaración por ETA de una tregua en Cataluña; en las últimas elecciones gallegas, el BNG se vio condicionado por un discurso delirante que le convertía en proetarra; y eso por no hablar de las miserables reflexiones de algunos indignos periodistas que recientemente subrayaban la ausencia de Peces-Barba de la manifestación organizada en Madrid por la AVT y elucubraban sobre su "posible" asistencia a la que ese mismo día convocaba Batasuna en Donostia, con el fin inconfesado de "ganarse su seguridad".

Ahora ETA ha anunciado el cese de atentados contra electos del PSOE y del PP, una decisión tan miserable, absurda y prepotente como tantas otras de la banda. Hace muchos años que ETA juega con nosotros. Sus treguas parciales, relativas, cicateramente medidas, sólo buscan desatar la división y la confusión. Esto siempre ha sido una evidencia, pero el PP nunca ha obrado al respecto con una mínima responsabilidad. Aprovecha cada declaración etarra para extender una aberrante sombra de sospecha sobre sus adversarios. El colmo de esta estrategia fue aquella declaración de un ex ministro ("ETA mata, pero no miente") que revelaba su intención no sé si de derrotar a ETA (tengo la convicción moral de que nunca albergó esa luminosa esperanza) pero sí de aprovechar sus comunicados desde una perspectiva partidista.

La última tregua etarra vuelve a despertar la indignación. Pero nadie debe engañarse: si los salvados de la amenaza hubieran sido sólo los cargos públicos del PSOE se habría desatado una tormenta política. Los propagandistas facciosos no habrían tenido el más mínimo problema en encontrar una infame motivación a ese privilegio. Ahora les salva de proferir esa bazofia el hecho de que la maniobra etarra también exime de amenaza a los cargos del Partido Popular. Claro que, siguiendo la línea argumental de este partido, podríamos consumar un espléndido sainete. ¿Puede el PP explicarnos las razones de esa tregua? ¿Cuál ha sido el precio pagado por la seguridad de sus cargos públicos? ¿Qué y cómo se ha negociado? ¿Va a haber comparecencias parlamentarias? ¿Cuándo se han reunido con los terroristas? ¿Va a explicarnos todo esto Aznareche? ¿O lo hará Rajod-Rovira? ¿Qué papel tiene Zaplanagall en ese oscuro acuerdo? Que expliquen cómo se han ganado esa tregua indigna e indignante. Se lo piden los intelectuales insobornables, los periodistas de la Cope, las asociaciones de víctimas del terrorismo. ETA exime a los cargos del PP de toda amenaza. ¿Cuál ha sido el precio político? Cómplices, cómplices y más cómplices. Aznareche, Rajod-Rovira, Zaplanagall.

Todo esto tendría gracia si no fuera al mismo tiempo una dolorosa metáfora de cómo han obrado en la política española, durante demasiado tiempo, la indecencia, la estupidez y la mentira.

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