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Violencia sobre la mujer

Durante los próximos días se iniciará la andadura de los denominados Juzgados de Violencia sobre la Mujer. A pesar de algunas críticas razonables sobre su contenido y configuración técnica, no cabe duda de que estos órganos especializados facilitarán una gestión más eficiente y evitarán problemas de descoordinación que hasta ahora beneficiaban a los agresores y perjudicaban a las víctimas. La nueva organización judicial, creada en el contexto de la legislación integral, intentará ofrecer una respuesta adecuada al visible sufrimiento de innumerables mujeres y a la indudable alarma social que ha provocado el fenómeno de la violencia de género.

Como en otras comunidades autónomas, en el ámbito valenciano ha habido escasos jueces o magistrados en los distintos partidos judiciales que hayan asumido voluntariamente las competencias derivadas de esta materia y, por tanto, los órganos de gobierno del poder judicial han tenido que establecer criterios de asignación obligatoria. No desvelo ningún secreto al recordar el desagrado que ha suscitado en la judicatura el conjunto de medidas adoptadas sobre el tema en los últimos años. Las razones del malestar son diversas y merecen alguna comprensión. En primer lugar, existe el sentimiento de que, frente a un problema general de acreditada complejidad, se utiliza a los jueces como chivos expiatorios y garantes de un asunto que no puede solventarse en solitario desde la oficina judicial. A ello se debe añadir la percepción de una atribución ciudadana de responsabilidad ilimitada, que irrumpe en las situaciones más dramáticas, y cuyas exigencias resultan incompatibles con la carencia de medios y competencias para afrontar adecuadamente el problema. Además, en el plano profesional, no debiera ignorarse el grado de dificultad inherente a la tarea de determinar las situaciones de riesgo, en muchas ocasiones a partir de versiones contradictorias y sin disponer de otros elementos probatorios. Asimismo, se detecta cierto desaliento ante la reacción institucional más común, consistente en un endurecimiento continuado de las penas, que ha servido como sedante en la contención del desasosiego público, pero que ha generado resultados nulos en la reducción de las conductas delictivas.

La respuesta penal a la violencia de género siempre será tardía, porque aparece cuando el daño se convierte en irreparable. Y, en todo caso, no se debe olvidar que el objetivo principal no estriba en buscar el máximo castigo al agresor, sino en impedir que el maltrato se ocasione. Sin duda, la condena debe guardar proporción con el perjuicio causado y supone un instrumento más para proceder contra este tipo de violencia. Pero el nivel de degradación personal que suelen presentar los agresores y la escasa reflexión previa a sus actos disminuyen de forma evidente el efecto de prevención general de las penas como freno a estos actos ilícitos. Los legisladores de la antigüedad, como Licurgo, ya descubrieron que las pasiones humanas resultan más poderosas que la influencia de las leyes. En consecuencia, parece inadecuada la apuesta exclusiva por una milagrosa solución judicial, por lo que los esfuerzos públicos deberían abordar también los cimientos del problema, incrementar las labores de prevención social y otorgar medidas de protección adecuadas.

Por estas razones, se debe valorar positivamente el conjunto de disposiciones de la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, cuya entrada en vigor se completa con la puesta en marcha de los juzgados especializados. Parecía indispensable una norma multidisciplinar que pusiera su acento en la alteración de determinados valores firmemente asentados en nuestra estructura social. No se puede obviar que siempre será más sencillo aprobar en el parlamento decenas de reformas del Código Penal que modificar en la sociedad un solo prejuicio. En la medida en que la violencia contra la mujer es una conducta aprendida, resultaban prioritarias las medidas educativas decretadas, las cuales representan una decidida apuesta por la formación en valores igualitarios. Y, en el mismo sentido, la ley acierta al subrayar la destacada responsabilidad de los medios de comunicación y del mundo de la publicidad a la hora de difundir concepciones no discriminatorias. Por otro lado, como una de las mejoras de la ley que empieza a percibirse en los juzgados, se regula un estatuto detallado de protección a la víctima, con la especialización de las fuerzas de seguridad, con programas de asistencia social, jurídica y psicológica, con prestaciones económicas y medidas de reinserción para eliminar vínculos de dependencia respecto al agresor. A todo ello se acompañan tratamientos de rehabilitación de los maltratadores, en algunos casos con carácter imperativo, los cuales aún se encuentran en estado embrionario. Es cierto que la dotación presupuestaria para el desarrollo de la ley, prevista en unos 50 millones de euros, puede resultar insuficiente para cubrir sus propósitos y que ello requerirá su progresivo incremento, como apuntan las organizaciones de mujeres, pero es igualmente cierto que nunca se habían destinado tantos recursos a combatir la violencia de género.

La legislación integral ha significado un notable avance y una respuesta global que supone un innovador cambio de perspectiva, pues no se ha limitado a actuar sobre los síntomas, sino que ha pretendido profundizar en las causas de la patología. Además, ha incorporado cierta capacidad de inventiva y curiosidad, probablemente gracias a la implicación de numerosos agentes sociales. Y quizás los efectos más beneficiosos de la nueva legislación han de situarse en el espacio de la pedagogía colectiva, en el intenso debate que se ha generado en la sociedad sobre las actuaciones para erradicar el maltrato. En este sentido, cabe esperar que algunos excesos de la ley en la esfera procesal y penal puedan corregirse sobre la marcha. De todos modos, parece ilusorio conjeturar que las medidas acordadas, con inclusión de los nuevos juzgados especializados, resolverán inmediatamente una situación de raíces tan hondas. Pero todos dispondremos de unas herramientas más adecuadas y de un enfoque global que permite concebir a medio plazo algunas esperanzas.

Ximo Bosch Grau es juez.

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