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Santiago, y cierra España

Como si quisieran hacer honor a todos los tópicos acerca de la ambigüedad gallega, los resultados de las elecciones al Parlamento de aquella comunidad autónoma han dejado momentáneamente sin resolver el dilema entre continuidad y cambio. Al término de la jornada electoral, los sondeos a pie de urna parecieron sentenciar un vuelco rotundo, pero el escrutinio oficial lo desmintió poco después, y dejó las cifras en un casi empate que sólo despejará el cómputo de las papeletas de los emigrantes censados, o "residentes ausentes". A lo largo de este insólito interregno, los pesimismos y los optimismos están yendo -claro está- por barrios, aunque parece que la euforia primera de Fraga y del PP por haber salvado la piel en el último minuto se vaya deshinchando, mientras socialistas y nacionalistas superan su inicial decepción y se muestran cada día más convencidos de alcanzar el poder. En todo caso, y dada la magnitud del envite -el Gobierno de una comunidad de más de tres millones de habitantes, la más emblemática en manos de la derecha desde hace dos décadas- es de temer que al recuento del próximo lunes le sigan, sea cual sea su resultado, una cascada de impugnaciones y recursos que eternicen la espera del veredicto final.

De cualquier manera, si definitivamente éste ratifica la atribución de escaños hecha en el escrutinio provisional del pasado domingo, entonces este verano se constituirá en Santiago de Compostela un Ejecutivo de coalición entre el Partido de los Socialistas de Galicia-PSOE y el Bloque Nacionalista Galego (BNG), un gobierno presidido por Emilio Pérez Touriño, con el líder del Bloque, Anxo Quintana, como número dos en un papel equiparable al de nuestro primer consejero, y media docena de consejerías importantes en manos de los nacionalistas.

No sé si ustedes recuerdan todavía la murga y el escándalo que el Partido Popular y sus corifeos llegaron a organizar, entre 1999 y 2003, a expensas del Gobierno balear de coalición que presidió durante ese cuatrienio el socialista Francesc Antich. Un gobierno en el que la componente nacionalista era tan modesta como moderada, pese a lo cual la derecha lo pintó como una banda de extremistas lo mismo en materia social o económica que identitaria, e hizo de él un arma arrojadiza contra la cúpula del PSOE, que consentía tan peligrosas e irresponsables alianzas.

Pues bien, aunque la izquierda plural balear no resistió en el poder más de una legislatura, en diciembre de 2003 tomó el relevo el tripartito catalán, y desde abril de 2004 José Luis Rodríguez Zapatero preside el Gobierno de España gracias al apoyo estable de Esquerra Republicana de Catalunya. Y, mientras el Partido Socialista de Euskadi colma lentamente el foso que le separaba del campo nacionalista vasco, ahora el PS de G se apresta a formar una mayoría de gobierno con el Bloque. Con un Bloque -no será ocioso recordarlo- nacido a finales de 1982 por la confluencia de personalidades y grupos -universitarios, sindicales, vecinales...- de matriz marxista-leninista; un Bloque signatario de la denostada Declaración de Barcelona; un Bloque soberanista que mantiene en su logotipo la estrella roja de cinco puntas de sus orígenes ideológicos y goza del apoyo fraternal no sólo de Convergència sino -¡horror!- también de Esquerra Republicana.

O sea, que si los votos venidos del Río de la Plata no lo remedian, en unos meses podríamos hallarnos con que los gobiernos de las tres "nacionalidades históricas" se encuentran total o parcialmente en manos de fuerzas nacionalistas algunas de las cuales, además, condicionan al Gobierno central y están arrastrando a los partidos socialistas territoriales hacia ambiciosas demandas de mayor autogobierno. Para el conservadurismo español, se trata de un escenario de pesadilla, de aquel en el cual la vieja disyuntiva de José Calvo-Sotelo en 1936 -"antes roja que rota"- se resuelve de la peor manera posible: roja y, a la vez, rota. De ahí la histeria en las calles, en las ondas, en las tribunas políticas y en las columnas de prensa; de ahí el vocerío de epítetos -traidores, separatistas, aventureros, chantajistas, radicales, vendidos, capituladores...- que arrulla la vida político-mediática madrileña y se extiende por las provincias. Y más que lo hará, si en los próximos meses don Manuel Fraga tiene que desplazar sus posaderas hasta el duro banco de la oposición.

Pero sería ingenuo creer que un cuadro como el descrito angustia y enfurece sólo a la derecha, al Partido Popular o a sus afines. También en la izquierda oficial, en el seno del PSOE hay sectores para los que la llegada de los suyos al poder del brazo de Esquerra, del Bloque, eventualmente del PNV, es motivo de gran inquietud y de profundo rechazo. En fecha reciente, la Asamblea de Extremadura -con mayoría absoluta socialista- ha aprobado una resolución en la que se pide la reforma de la Ley Electoral española, de modo que sea necesario un mínimo del 5% de los votos emitidos en todo el Estado para obtener escaño en el Congreso de los Diputados. Así se cumpliría un viejo y notorio sueño del presidente Rodríguez Ibarra: excluir a los nacionalismos catalán, vasco y gallego del Parlamento español. Y el alcalde coruñés, Paco Vázquez, ¿cuántos cirios debe de haber puesto a los santos de su devoción para que el escaño saltarín de Pontevedra caiga en el cesto de Fraga, y ello evite a sus correligionarios socialistas el pecaminoso pacto con el BNG?

Primero fue en Barcelona, y después en Madrid; si ahora la situación se repite en Santiago, ¿cierra España? No. Sólo se resquebrajaría otro poco el pacto de hierro de los dos grandes partidos estatales en detrimento de las periferias nacionales (ese pacto que inspiró lo mismo la LOAPA de 1982 que el Pacto Antiterrorista de 2000 o la Ley de Partidos Políticos de 2002) y avanzaría unos pasos el concepto de una izquierda plural y plurinacional.

Joan B. Culla es historiador.

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