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¡Así, sí!

Si alguien, ingenuamente, había albergado esperanzas de que la conflictividad territorial en Cataluña desaparecería de manera inmediata con la llegada del Gobierno catalanista y de izquierdas a la Generalitat, no hay duda que se sentirá defraudado. Las polémicas sobre el eje de Bracons, las cárceles de Sant Joan de Vilatorrada y la Segarra o la línea eléctrica Sentmenat-Bescanó, por citar sólo algunos ejemplos, constituyen desmentidos rotundos a aquella ilusión. Desmentidos que además encuentran un eco amplificador en los medios de comunicación, por cuanto cuentan con la morbosidad añadida de suscitar eventuales discrepancias en el seno de la coalición gobernante.

Ahora bien, aquello que a mi entender resulta interesante no es que los conflictos continúen, cosa perfectamente previsible, sino que se están poniendo las bases para que estos tengan unos resultados más creativos y equitativos.

En efecto, la proliferación de conflictos territoriales en sociedades como la nuestra responde a razones estructurales relacionadas con la competitividad y la identidad de los lugares: la integración del territorio supone que cada lugar -cada comarca, cada municipio, cada barrio- tienda a especializarse (o a ser especializado) en función del conjunto, y de esta especialización, positiva o negativa, depende, en buena medida, la calidad de vida de quienes allí habitan. Es la percepción de este fenómeno lo que lleva la preocupación por el territorio, por el lugar en el que cada uno vive, a primer plano de la escena política.

Sin embargo, en Cataluña durante las últimas décadas, otros factores han contribuido a enconar los conflictos territoriales y a dificultar su solución. El primero ha sido la ausencia de planificación territorial que permitiera explicar cómo la decisión de localizar tal o cual uso en un determinado lugar se relacionaba con el reparto equitativo de beneficios y cargas sobre el conjunto del territorio. Así, cuando después de una decisión de localización incómoda, el Gobierno se ha visto confrontado a la pregunta fatídica "¿por qué aquí?", se ha encontrado a menudo en la embarazosa posición de no disponer de más argumento que el de la oportunidad o el coste. Y a la incapacidad de argumentar ha seguido la respuesta lógica: "¡pues aquí, no!".

Ahora bien, en este campo el Gobierno del presidente Maragall está dando muestras de querer actuar de forma notablemente distinta: se está elaborando un Plan de Infraestructuras de movilidad que integrará las previsiones de red viaria y ferroviaria; los equipamientos penitenciarios previstos se inscriben en un plan de conjunto que el Departamento de Justicia presentó hace un año; la decisión sobre la línea de alta tensión derivará del Plan de Energía. Más aún, se han presentado ya primeros los planes territoriales (el del Alto Pirineo y Aran, el del Empordà) que proponen estrategias de conjunto para cada gran ámbito geográfico.

Son éstas, a mi entender, iniciativas altamente esperanzadoras, porque muestran qué medidas tiene previsto tomar el Gobierno a la hora de garantizar una razonable igualdad de oportunidades en el acceso a la renta y a los servicios para todos los ciudadanos, vivan donde vivan. Y esto permite abordar la discusión sobre la localización de equipamientos o infraestructuras indeseadas de forma completamente distinta. No es lo mismo proponer la localización de una cárcel en la Segarra como una decisión aislada que explicar cómo esta ubicación se inserta en un nuevo mapa de los servicios penitenciarios y llega al mismo tiempo que se está planteando un ferrocarril transversal que fortalecerá extraordinariamente la accesibilidad de Cervera, garantizando el acceso directo de la comarca con Barcelona por Igualada. Y la diferencia no procede del hecho de que una actuación pueda ser vista como la compensación de la otra (cuestión siempre delicada), sino de que un gobierno que trata de establecer un reparto equitativo de los beneficios tiene una mayor legitimidad para recabar co-responsabilidad a la hora de asumir las cargas. Otro factor que ha contribuido en los últimos tiempos a la extensión y a la virulencia de los conflictos territoriales ha sido la desconfianza creciente hacia las instituciones y los partidos políticos. La predisposición del Gobierno al diálogo y a la proximidad con las voces que se alzan desde cada territorio puede ser un buen antídoto contra esta desconfianza. Predisposición que se muestra, por citar sólo algunos ejemplos dispares, en el hecho de que los planes territoriales en elaboración se sometan a un proceso de debate y consulta pública de cuatro meses antes de su aprobación inicial, en la transferencia de mayores competencias urbanísticas a los ayuntamientos o en la voluntad de establecer las vegueries como entidades locales con capacidad de representación y gestión de los intereses territoriales.

Al mismo tiempo, esta voluntad de diálogo puede favorecer y acompañar el proceso de maduración de los movimientos sociales y ciudadanos. En efecto, si la mayor parte de ellos han nacido de un impulso defensivo y reactivo ante lo que se ha considerado una agresión exterior, vemos como en muchos casos van tomando un carácter más proactivo y propositivo. Así, cada vez más a menudo, los movimientos van pasando de los, a veces legítimos pero siempre limitados "salvemos" y "defendamos" a los mucho más interesantes "queremos" y "proponemos".

De consolidarse estas tendencias de cambio -todavía incipientes, reconozcámoslo- en la Administración y en los movimientos ciudadanos, la conflictividad territorial mejorará. Y lo hará no porque los conflictos, que son expresión de la legítima diversidad de intereses, desaparezcan, sino porque encontrarán un marco más creativo para su resolución. Tal vez así, a la hora de tomar decisiones complejas sobre la ubicación de infraestructuras y equipamientos que colectivamente consideremos necesarios podamos ir pasando del "¡aquí, no!" al "¡así, sí!".

Oriol Nel.lo es secretario de Planificación Territorial de la Generalitat de Cataluña.

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