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Libertad de amar

José Antonio Martín Pallín

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en derechos. La Declaración Universal de Derechos Humanos no puede ser discutida por dogmas, mitos o maximalismos dialécticos.

En este mundo de valores se impone el pluralismo sin retroceder, ni un milímetro, en el reconocimiento de la igualdad y la libertad. Nunca pueden llegar por la vía de la ficción o de la fe a negar los valores fundamentales de la convivencia humana.

La diversidad abarca las innumerables facetas del ser humano. Sus sentimientos, sus creencias, sus ideales, sus inclinaciones emocionales y su forma de exteriorizarlas a través de la sexualidad son absolutamente respetables si de verdad se cree que el hombre está por encima de los dogmas e imposiciones de los que no comparten sus tendencias. La tolerancia es un signo diferencial de la capacidad racional del ser humano. El anatema o la descalificación son el producto de los instintos más degradantes de la persona.

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La homosexualidad es tan natural en el ser humano como su propia estructura corporal. Desde tiempos inmemoriales, las tendencias sexuales y sobre todo los afectos personales se han depositado libremente en aquellos seres hacia los cuales se siente amor, simpatía y deseos de compartir vivencias personales.

En el año 1929, uno de nuestros más ilustres juristas, Luis Jiménez de Asúa, escribió una pequeña obra que llevaba un título tan sugestivo como Libertad de amar y derecho a morir. Parece que no ha pasado el tiempo, las reacciones fueron, en su momento, tan desaforadas y virulentas como en el presente.

Mantenía en su opúsculo que "La libertad de amar significa que los Estados no tienen para qué mezclarse en los sentimientos y emociones espirituales de los humanos". El Estado no regula las amistades ni prescribe la perfección de un contrato para que dos hombres se sientan unidos por simpatía recíproca. Por supuesto, el Estado es libre de utilizar los mecanismos democráticos de elaboración de las leyes, para igualar a todos ante una relación de pareja.

Si el amor es libre y es la base del matrimonio no se entiende por qué no se puede homologar jurídicamente el amor entre seres del mismo sexo en plano de igualdad con las parejas heterosexuales. Si el matrimonio es para los católicos un sacramento, nadie les discute esta creencia. El matrimonio religioso, por sí mismo, no es admitido como relación jurídica sometida a las leyes de los hombres en una gran parte de países. Los creyentes demuestran su coherencia respetándolo y contrayéndolo, pero no pueden imponer a un Estado aconfesional que limite la regulación jurídica de otras relaciones en las que la esencia de su origen y establecimiento está en el amor recíproco entre ambos contrayentes, iguales en derechos e igualmente libres.

La procreación, como se dice en la encíclica de Pío XI, Casti Connubi, es la finalidad natural del matrimonio, pero no la única, ya que es igualmente matrimonio la unión entre parejas heterosexuales que por razones genéticas no pueden procrear o simplemente deciden eliminar la procreación como fin último e inexcusable de su matrimonio.

Al igual que hicieron con el divorcio y el aborto, abandonan toda esperanza de reprimirlo, pero consideran intolerable que a estas uniones se les dé el nombre de matrimonio. Según sus particulares creencias o dogmas, está reservado, no se sabe por qué autoridad, a las uniones de un hombre con una mujer.

Cualquiera que conozca la historia de la Iglesia católica sabe que el concepto actual de matrimonio religioso nace en el Concilio de Trento (1530) y que la escisión de los anglicanos y luteranos procede del rechazo a su indisolubilidad. No dudan en proponer el diálogo con otras religiones, pero se niega a sus propios fieles con tendencias homosexuales el acceso al sacramento del amor. Un homosexual puede ser bautizado y recibir todos los restantes, incluido el sacerdocio, pero no se les reconoce la posibilidad de sacramentalizar el amor entre dos personas del mismo sexo. Me gustaría que lo explicasen satisfactoriamente a sus seguidores.

Reducidos al absurdo hacen proclamación de su respeto por la uniones de personas del mismo sexo y el reconocimiento de ciertos derechos, pero se alzan airados contra la denominación de tan aberrante relación como matrimonio.

Por pura coherencia deberían oponerse también a que el derecho hereditario negase la cuota vidual de los matrimonios entre homosexuales o que negasen la posibilidad de acogerse a regímenes económicos familiares reservados, en principio, para los matrimonios. Aceptan la adopción por una sola persona, pero no en el seno de la pareja homosexual. Si muere el adoptante, el menor ¿debe ir a una institución de acogimiento público? El adoptante ¿debe perder la adopción si contrae matrimonio? Las preguntas ante este absurdo despliegue de falacias y rancias intransigencias podría prolongarse hasta el infinito. No merece la pena ofender la inteligencia de mis posibles lectores.

El verdadero ataque al matrimonio radica en la falta de lealtad entre los cónyuges o en el abuso de la posición dominante: psíquica, física o económica, humillando y sometiendo a la parte más débil. Si alguno de los manifestantes se encuentra en estas condiciones, debió abstenerse de participar en una farsa.

Ante el increíble espectáculo de ciertos personajes, afortunadamente minoritarios, de la alta jerarquía eclesiástica, muchos recordamos la complacencia de la Iglesia con el Dictador. Su adoración hasta llevarlo bajo palio mientras ordenaba un fusilamiento tras otro merece ser recordada. Las generaciones actuales que tengan interés por estudiar las diferentes y encontradas versiones de nuestra Guerra Civil, podrán valorar, por su cuenta, cuál pudo ser la responsabilidad de muchos obispos en el origen de esa contienda entre españoles que arrasó las libertades civiles.

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.

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