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Columna
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Desviados

El pasado domingo, Trinidad Martín, un transexual que frisa los cincuenta años, describía ante un auditorio perplejo cómo pasó cuatro meses recluida en la cárcel por el único delito de haberse vestido de mujer. Sus guardianes la torturaron, la escupieron y escarnecieron de diversas formas, presenció cómo otros de sus compañeros recibían electrochoques y duchas frías, y cómo sus venas eran agujereadas por las jeringas para inocularle sustancias que remediaran su enfermedad. Este manifiesto tenía lugar delante de la antigua prisión de Huelva, donde homosexuales, desviados y otros terroristas contra las buenas costumbres sufrieron condena durante los años opacos de la dictadura, y en uno de cuyos muros la directora general de prisiones, Mercedes Gallizo, descubrió una placa conmemorando ese otro holocausto. Probablemente la muchedumbre que unas horas antes se aglomeraba en Madrid exigiendo respeto a la familia no hubiera aprobado las maneras de aquellos rigurosos moralistas de Franco, pero en el fondo habrían admitido que métodos más leves deberían apuntar en la misma dirección: sanar a estos pobres descarriados para dotarlos de una vida más digna. El procedimiento es viejo; en los campos de concentración del nazismo los homosexuales constituían todo un escalafón, se les reconocía por un triángulo rosa cosido a la solapa y también se les administraba diversas panaceas de laboratorio con el fin de paliar el desatino de sus hormonas.

Desde Foucault sabemos que los mismos arquitectos que proyectan hospitales suelen entrenarse diseñando también penitenciarías, y que uno y otro tipo de edificios comparten un destino siniestro e idéntico: el encierro, la incomunicación, el apartamiento, el exilio de todos aquellos miembros de la comunidad que por sus pústulas o ademanes puedan contribuir a creernos menos bellos y menos justos. Para disculpar esta discriminación, se recurre al escandaloso argumento de la falta de salud, del atentado contra la naturaleza: como si en este siglo XXI en que nos atiborramos de precocinados, viajamos a Tokio en quince horas y nos calmamos el catarro con una dosis de píldoras, existiera todavía alguien o algo a lo que se pudiera calificar de natural. El hombre, escribe Cassirer, es un animal simbólico, lo que vale por animal cultural. Todos sus actos, sus esperanzas, sus logros y sus temores son productos de la educación y del ambiente, no de una leyenda secreta grabada en sus células; debemos mucho más al fenotipo que al genotipo, si se me permiten estas palabras antipáticamente clínicas. Nadie nace homosexual, como no se nace espía, ni violinista, ni xenófobo, ni presidente del gobierno: no existen en la Tierra tratamientos, recetas ni tubos de ensayo que nos inculquen el patriotismo, el sentido común o la astucia. Condenar la homosexualidad y relegarla al extrarradio de la sociedad bajo el pretexto de que vulnera nuestro concepto de la familia o de que corrompe las leyes naturales equivale a afirmar que los negritos son tontos porque se pasean en pelota por la selva. Qué será de aquellos pobres niños que caigan en las manos de educadores mariquitas, claman los rigoristas echándose las manos a la cabeza: cierto, cuesta imaginar a los hijos imposibles de Platón, de Leonardo, de Auden.

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