Irán: atado y bien atado
La primera escena de Bajo la piel de la ciudad, película considerada por los críticos iraníes como la mejor del año, presenta la imagen de una mujer trabajadora de cierta edad, envuelta en su chador, que es preguntada por la televisión a pie de urna acerca de sus expectativas. Titubea, pero acaba manifestando su esperanza en un futuro mejor. Son los primeros tiempos de la presidencia de Jatamí. El filme se cierra con la misma escena cinco años después, en las parlamentarias de 2004. Entre ambos momentos electorales, la protagonista, inspirada en el personaje real de uno de los documentales sobre la sociedad iraní de la directora Rakhshan bani-Etemad, ha podido experimentar una frustración tras otra. La discriminación de la mujer, la penuria económica, la corrupción siguen ahí. Esta vez habla resueltamente hasta que el entrevistador le corta el uso de la palabra. Ellos habían ofrecido excusas por sus fracasos, apoyándose en la guerra con Irak, luego plantearon promesas de reforma, y nada ha mejorado. Sin duda la acción de la censura impide añadir que ya ni siquiera existe la posibilidad de una paulatina transformación del régimen desde dentro, al haber sido eliminadas las candidaturas reformadoras por el Consejo de los Guardianes, con el beneplácito del Consejo de Discernimiento, órgano de control supremo, que presidía un clérigo de grado medio-alto (hoyatoleslam) y de nombre Hashemi Rafsanyani.
En un lúcido artículo publicado hace días en este mismo diario, Gema Martín Muñoz expresaba su confianza en un proceso de cambio impulsado por una sociedad civil "muy fuerte y muy activa", con la cual hasta los conservadores tienen que contar. Las palabras de los candidatos supervivientes en la reciente campaña responden a esa estimación. Los hechos son otra cosa, e indican que la nomenklatura de la hierocracia iraní, el grupo dirigente que rodea al guía de la revolución, Alí Jamenei, sí fue consciente de esa intensa presión por el cambio que hizo surgir la victoria de Jatamí, y procedió a yugularla de una manera sistemática y, en definitiva, muy eficaz. La ecuación política del periodo 1997-2004 ha sido formulada con gran claridad por la escritora Azar Nafisi: lo esencial era ver cómo se resolvía la tensión entre la elite clerical gobernante y una sociedad en ascenso, pero dominada. La autora de Leer Lolita en Teherán subraya de paso que no todo fue progresismo en la actuación política de Jatamí. Los retoques dados a la normativa sobre islamización del vestido permitieron la exhibición de unos mechones de pelo, de pañuelos de colores o de unos labios pintados, no han alterado la situación general de discriminación, con la separación radical de sexos en lugares públicos, inferioridad de la mujer como sujeto jurídico en todos los órdenes, obligación de seguir metidas en sacos para ocultar las formas. Y de postre, alguna que otra lapidación. Sharía obliga. Era censurada hasta Mary Poppins, y en un libro sobre Degas, las figuras de las bailarinas fueron convenientemente borradas. Las detenciones arbitrarias y los malos tratos policiales siguieron estando a la orden del día, a la floración de prensa crítica siguieron los cierres de diarios y el encarcelamiento de periodistas, y a la formación de un movimiento de apoyo a las reformas, el terrorismo selectivo de Estado cuyos blancos fueron incluso colaboradores próximos del presidente. La represión contra el movimiento estudiantil en 1999, llevada a cabo a medias por grupos paramilitares y por los tribunales, bajo el impulso de Jamenei y ante la impotencia de Jatamí, hizo ver que el Estado de los ayatolás no abrigaba intención alguna de tolerar una democratización gradual.
Sin embargo, al ser elegido en medio de una impresionante movilización de masas, el hoyatoleslam Muhammad Jatamí se había comprometido en 1997 a afrontar incluso el sufrimiento con tal de conseguir que "la democracia sea la guía de nuestras acciones". Era un compromiso personal con el pueblo iraní, avalado por su dimisión cuatro años antes del cargo de ministro de Cultura, ante el entonces presidente Rafsanyani. Y sólo había un camino para conseguir el cambio, apoyándose en la movilización social y en la creciente voluntad de los intelectuales de expresarse libremente. La clave residía en superar la posición de dependencia radical en que las instituciones republicanas, con la propia presidencia en primer plano, se encontraban respecto de las religiosas, al estar concentradas en el guía de la revolución, Jamenei, y no en Jatamí, las competencias correspondientes a la dirección de las Fuerzas Armadas, del Ministerio de Justicia, del Ministerio del Interior, al control de las relaciones exteriores y de los medios de comunicación y, lo que resultaba todavía más grave, existir la posibilidad de ejercicio de dichos poderes por encima de toda consideración jurídica. El hecho de que funcionasen escuadrones de la muerte y persecuciones de todo tipo bajo protección superior contra partidarios y colaboradores del mismo Jatamí exime de todo comentario ulterior. Si a esto sumamos el papel de filtro censorio ejercido por el Consejo de los Guardianes frente a cualquier candidatura sospechosa de heterodoxia y vetando la legislación reformadora que el Parlamento pudiera aprobar, resulta evidente que sólo sería viable una reforma que crease un campo autónomo para la actuación de las instituciones representativas.
Ahora bien, ¿por qué iba Jamenei a aceptar el cambio? No sólo se trataba de una cuestión de poder político-religioso. La reforma del sistema traería consigo la puesta en cuestión del fructífero control de la economía iraní, en un 75 o un 80%, por parte del clero-Estado. Un lastre que toda racionalización política habrá de eliminar. De ahí que moderados como Rafsanjani, enriquecidos hasta límites insospechados, según la opinión popular, se sumasen al rechazo, y tras estrellarse una y otra vez contra un muro de piedra, el espíritu de reforma cediera paso al desencanto. Jatamí había fracasado.
No sin un punto de traición hacia quienes confiaron en él. Asumió la represión de los estudiantes en 1999 y cedió ante la eliminación de los candidatos reformadores por el Consejo de los Guardianes en 2004. Pudo dimitir como lo hiciera en 1993, y, en cambio, a modo de colofón, se va con la sonrisa en los labios, hablando de "diálogo entre las civilizaciones" y celebrando lo bien que van a salir las presidenciales. Es claro que su intención reformadora se subordinó siempre al objetivo de preservar la revolución islámica que acaudillara Jomeini. De ahí el desconcierto de los candidatos progresistas y el escaso respaldo electoral logrado por el más próximo a su persona.
El bumerán reformista está a punto de regresar al punto departida, con el consiguiente reforzamiento de la hierocracia. Entra además en escena la generación de los jóvenes lobos de la revolución del 79, islamistas a rajatabla, populistas que hablan de eliminar la corrupción y promover la asistencia a los millones de iraníes afectados por la crisis. Ejemplo, el alcalde de Teherán, Mahmud Ahmadineyad, ahora candidato en la segunda vuelta, antiguo miembro de los guardias de la revolución (pasdaran), que en su mandato impuso barbas y mangas largas a los funcionarios. No debe extrañar que incluso los seguidores de Jatamí hayan cerrado filas detrás de un Rafsanyani que en estos años venía hablando de un complot satánico de Occidente para destruir la revolución, impulsaba la nuclearización del país y saludaba la acción de los suicidas palestinos para borrar del mapa a Israel. Reaccionario Rafsanyani lo es a fondo, pero también es consciente de los intereses económicos con una vocación de apertura internacional, muy adecuada a su condición de líder de la elite dominante. De ahí su impopularidad, que sale a la luz en cualquier conversación, incluso con adictos al régimen, y se hizo visible en su experiencia electoral de 2000 -último candidato elegido por Teherán-, que se convierte en riesgo frente al tirón populista del ya ex alcalde. Así que desde la orilla de la democracia los reformadores han de desear la victoria de alguien que, según el periodista hoy encarcelado Akbar Ganji, defendido por la Nobel Shirin Ebadi, tuvo responsabilidad en la eliminación de disidentes e intelectuales de finales de los años noventa. La sociedad civil iraní sobrevive, pero inerme. Parafraseando a Goya, y como balance de la primavera de Jatamí, una vez más se ha comprobado que la derrota de la razón produce monstruos.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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