Matrimonios
Me casé dos veces: la primera boda, religiosa; la segunda, civil. Me casé con Pilar en la iglesia del Buen Suceso; ofició monseñor Boulart, capellán de Franco, y fue una boda del régimen. Había testigos gloriosos: por la familia, el teniente general González de Mendoza; estaba mi protector Víctor de la Serna, creyente, no solo falangista, sino hitleriano; el popular marqués de la Valdavia, por la novia. No me acuerdo bien, pero tengo fotos a disposición de los miserables digitales que quieran acusarme de franquista. El cura Boulart vendió la gran iglesia, monumento, y se llevó el culto a un localito próximo. Pilar y yo no éramos creyentes. Pero había razones: imperaba, como ahora, el código Napoleón, introducido en el nuestro, que trataba de crear una burguesía uniendo ramas. Iba a venir un hijo, Eduardo, que tendría que ser inscrito y todo lo demás.
Las mismas razones que la segunda boda, con Concha; pero ya por lo civil; ya lo había conseguido Fernández Ordóñez, el católico ministro de Justicia que implantó el divorcio. Una legislación escándalo: las mismas manifestaciones que ahora y la misma técnica de la mentira social. Decían que el divorcio acababa con la libertad de la familia. Igual, todo igual: pedían hasta la libertad de no divorciarse, como si alguien les fuese a obligar. Qué locos peligrosos. Ah, me casé en Nápoles, y me casó el cónsul general Jaime Zarraluqui. Era su primera boda, y lloraba. Bien, necesitábamos también nuestra burguesía, nuestras formas hereditarias y nuestras disposiciones legales: tenía que decidir el uno por el otro el momento y las leyes de la muerte, las cuestión de la vivienda, de los posibles hijos. No se suma uno a la sociedad que quiere, si no a la sociedad que hay; aunque vengan de Napoleón o de Franco, que cometió la vileza de borrar del registro los matrimonios civiles y los nacimientos registrados durante la guerra. Es un hombre al que no se podrá olvidar nunca.
Si se produjese hoy en mí una transformación hormonal, en la que no creo, o meramente psicológica, me casaría con un hombre amado, con permiso de Concha. Tendría una tercera familia, y no sería la primera vez que adoptase, aunque no se lo recomiendo a ningún adoptado posible: no soy buen padre. (Y eso sí me duele: hoy me pueden herir ellos).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.