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Un liderazgo ausente

La experiencia de los recientes referendos francés y holandés, con independencia de su interpretación y efectos para la política europea, suscita una serie de reflexiones de importancia para la comprensión del funcionamiento efectivo de las democracias como sistema de gobierno, así como para diagnosticar alguno de los problemas que las acucian.

La interpretación más difundida de los referendos en términos politológicos los presenta como un supuesto caso de escisión entre representantes y representados, de alejamiento entre el pueblo y sus gobernantes. Se constata de este modo que si la Constitución Europea se hubiera votado en los parlamentos respectivos hubiera sido mayoritariamente aprobada, en tanto que la voluntad popular la ha rechazado. Ahí está la escisión, se nos dice. Diagnóstico que se corrobora con una etiología: Europa es un proyecto construido por unas élites alejadas de los ciudadanos, un proyecto demasiado funcionalista y económico como para despertar el necesario apoyo del pueblo.

Nuestras élites políticas europeas no están a la altura de los requerimientos del tiempo presente en Europa

Creo que el problema, así planteado, es un falso problema: la escisión entre el pueblo y sus gobernantes es consustancial a la democracia liberal desde su mismo diseño histórico. El sistema representativo está pensado, precisamente, para permitir un gobierno efectivo de los representantes sin la influencia constante y perturbadora del "pueblo". Este es el gran invento que hizo posible la democracia en la modernidad: apartar al pueblo de la toma de decisiones gracias al filtro de la representación. Una representación que está blindada frente a los cambiantes humores de los ciudadanos (inestables, incompetentes, proteicos) mediante diversos expedientes: prohibición de mandatos imperativos, exclusión de la revocabilidad del electo, etc. El representante democrático debe ser accesible a la voluntad popular, pero también responsable de sus decisiones. Y cuanto más responsable le queramos, menos accesible debe ser. El control democrático de los gobernantes se encuentra en la posibilidad de su revocación y sustitución ex post (en las elecciones), pero pretender que ese control y adecuación de voluntades se efectúe cuasi cotidianamente mediante técnicas plebiscitarias actúa en contra del sistema mismo. ¿O no denuncian continuamente nuestros científicos sociales el gobierno a golpe de encuestas como una de las más preocupantes perversiones de la democracia actual, precisamente porque arrasa con la posibilidad misma de gobernantes responsables, que quedan sustituidos por políticos pendientes del humor del ciudadano?

Pero es que hay una segunda razón para calificar de falso el problema de la escisión. Y es que ésta no ha existido en la realidad de lo sucedido: si los franceses han votado como lo han hecho es porque parte de sus políticos les han instando a hacerlo así. No ha sido un caso de rebelión popular contra los políticos, sino una demostración práctica de las consecuencias de una clase política escindida. Porque, ¿qué hubiera sucedido en España si partes importantes de los partidos socialista y popular se hubieran posicionado activamente a favor del "no"?

El problema, entonces, puede ser mejor comprendido si lo planteamos en términos de unas élites políticas europeas que, además de divididas y dubitativas, adolecen de un acusado déficit de entusiasmo por la supranacionalidad y el cosmopolitismo. El problema actual del proyecto europeo radica, además de en referentes estructurales, en una clamorosa falta de liderazgo. Y la democracia, aunque frecuentemente se piense lo contrario, es la forma de gobierno que más precisa de un liderazgo activo y fuerte, como han insistido autores señeros desde Tucídides cuando lloraba la ausencia de Pericles en Atenas, hasta Max Weber (que hablaba en los años treinta de las "führerlose Demokratien") o Giovanni Sartori en la actualidad. Liderazgo que sólo crece en el humus de las élites políticas que dirigen cada sociedad.

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Nuestras élites políticas no están a la altura de los requerimientos del tiempo presente en Europa. Son ellas las que desfiguran y hacen borroso para la opinión pública el proyecto europeo, pues incluso las más proeuropeas tienden a tratar Europa como una fuente de pérdidas o ganancias particulares, son proclives a utilizar un discurso reducido a un pedestre "¿qué hay de lo mío?", precisamente porque creen que sólo la ventaja económica nacional legitima la existencia de Europa en sus sociedades. Trasladan a la idea europea el criterio de justificación tecnoburocrática típico del Estado desarrollista contemporáneo y, al hacerlo, le trasladan también el déficit de legitimación que subrayó Habermas hace tiempo para el "capitalismo tardío".

Creo que todos somos conscientes de que faltan líderes europeos, en parte porque se ha perdido la experiencia de la generación que vivió la no Europa. Pero esa constatación no debe llevarnos a caer en un cierto psicologicismo político, o en la añoranza de las personalidades individuales ya desaparecidas, sino a preguntarnos por los condicionantes sistémicos que están provocando el continuo empobrecimiento de la calidad de las élites políticas que generan nuestras sociedades. Una pérdida de calidad que no se constata en cambio en otras áreas, como puede ser la económica. Nos obliga a interrogarnos, en concreto, si con las vigentes prácticas en materia de reclutamiento (partidos políticos) y selección (elecciones cada vez más personalistas y plebiscitarias) no nos estaremos condenando irremisiblemente en Europa a lo que el ya citado Sartori llama una "selección al revés", la selección de los mediocres.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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