La villa del este
El autor recorre Nerja y señala que esta localidad carece de "los tres demonios urbanos de hoy: el hormigón, la prisa y el ruido"
No sólo de Torremolinos a Sabinillas, pasando por Marbella, vive el amante de la Costa del Sol. El afamado west del litoral malagueño, con sus puertos deportivos, visitantes ilustres y desmelenado urbanismo, no es todo lo que reluce aquí. El este también existe en nuestro sur. Y en el extremo del este habita Nerja. Hay quienes la conocen sólo desde Verano Azul, la serie más reiterada en las televisiones españolas, pero los hombres del paleolítico superior ya pisaban su suelo, aún no protegido del afán arquitectónico de los voraces nietos, como el hallazgo de la Cueva hace casi medio siglo se encargó de mostrar. Afirman los manuales que ese descubrimiento cambió el rumbo histórico del pueblo, hasta el punto de convertirlo en el otro referente turístico de la Costa, en la marca oriental de prestigio. Y puede que incluso sea verdad, aunque el sol de Málaga siempre ha salido por los miradores mediterráneos de Nerja: los huertos de Carabeo, el Bendito, la plaza Los Cangrejos y, claro, el bellísimo Balcón de Europa, digno de un rey que, según la leyenda no verdadera pero sí bien hallada, le puso nombre.
Nerja, la ciudad que nos mira, merece ser mirada y, sin hipérbole, también admirada. Puede uno acercarse a ella desde Málaga, entre invernaderos tropicales que deslumbran al conductor mientras ayudan notablemente al sostenimiento de la economía local; o, mejor, desde los límites administrativos de Granada, disfrutando la visión de los acantilados de Maro, varios kilómetros costeros de paisaje único en estas lindes provinciales.
Ya en el núcleo urbano, lo sensato es dejar el automóvil en el aparcamiento público y dirigirse de inmediato hacia el Balcón de Europa por un paseo marítimo a la medida de peatones sin reparos que, en vez de orillar el mar, va en su busca. Todos los caminos pretéritos y presentes de Nerja conducen al cabo de ese paseo. Allí, tras el sometimiento de la rebelión morisca del siglo XVI, se levantó la nueva fortaleza, derruida a principios del XIX, que configuró la villa de hoy. Allí, con un cañón honorífico por banda, es inevitable gozar la contemplación del atardecer nerjeño a estribor y babor, un placer no exclusivo de los dioses.
Si alguien posee la lírica capacidad de emborracharse de Mediterráneo, debe entonces templar el ánimo volviendo sobre sus pasos, y así disponerse a recorrer la Nerja urbana y terrenal, que también existe. Junto a la Puerta del Mar, creerá verse obligado a elegir entre las tres vías que se bifurcan ofreciéndose, mas se trata de una decisión sencilla: pasear por las tres. Aunque, al ritmo de los tiempos modernos, haya crecido en urbanizaciones hasta alcanzar los 20.000 pobladores censados, el casco histórico de Nerja continúa siendo muy asequible al curioso menos esforzado. La calle Pintada y la calle Cristo (Almirante Ferrándiz en los callejeros), libres de coches y pobladas de comercios, invitan al deambular lento. La calle Carabeo, por su parte, nos conducirá hasta el Mirador del Bendito, otro lujo abierto a los ojos, y al Parador. Hubo una época cercana en que se podía caminar a lo largo de los huertos de Carabeo, y entonces comprender la razón estética (y vital) que asistió al inolvidable Paco Giner de los Ríos, figura intelectual de España, para establecerse aquí tras su largo exilio mexicano, compartiendo mantel y mesa, parra y recuerdos, con todo aquel que acudiera a su casa, y huerto y mar cotidianos con la familia García Lorca.
Hay otros muchos rincones que merecen la alegría de visitarlos, como la breve calle Gloria o la plaza Los Cangrejos, donde el Centro Cultural Villa de Nerja, modélico en su gestión, programa espectáculos culturales durante el verano. O, si la mitomanía televisiva aprieta, el Parque Verano Azul, cuentan que el más demandado por los turistas patrios, donde aguarda el barco de Chanquete, del que los especuladores de ficción no lograron mover a sus jóvenes aliados gracias a Joan Báez. Pero mejor es moverse, aliarse con la realidad, continuar el tan agradable paseo y llegar a la plaza Cantarero, punto de llegada que guarda el recuerdo de una fuente en la que beber de sus aguas era la garantía de volver a Nerja. A falta de fuente, puede uno beber los caldos del restaurante La Marea y, sobre todo, degustar un amplio surtido de pescados y mariscos, porque no todo va a ser contemplación lírica. La copa en Zigamar, un local alternativo a las decoraciones y músicas de moda, y el descanso en el Parador o en el hotel Plaza Cavana, cuyo precio y exquisito trato personal se elevan al alcance de las apetencias mortales, abrochan doradamente la jornada. Al otro día, todavía esperan las distintas playas, el tapeo y el chapuzón ancestral en la Cueva, que cuenta por medio millón sus visitantes anuales. Y a seguir mirando y admirando.
Villa andaluza exacta y cabal, sin remilgos ni tópicos, habitada en su tercera parte por extranjeros, el paseo por Nerja alivia sin Prozac los tres demonios urbanos de hoy: el hormigón, la prisa y el ruido. Diríase que apenas tiene monumentos si no contara con la Cueva, aupada con justicia al rango de "Catedral Natural de la Costa del Sol". Ahora que lo pienso, todo parece natural y sempiterno en Nerja: la historia, las calles, la convivencia, los huertos, el mar... Los seres paleolíticos, nuestros abuelos tan sapiens, supieron lo que hacían llegándose por aquí. Desde entonces, y han llovido eras, nosotros la admiramos y ella nos mira. Siga entonces saliendo el sol de Málaga por Nerja.
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