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Columna
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Gran Poder 2, San Fermín 1

Aquella pareja de recién casados béticos, que a última hora cambió su viaje de novios al Caribe por dos entradas del mercado negro para la final, a buen seguro se estará solazando todavía. No quiero imaginar la de portentos erótico-deportivos que le habrán sacado al evento, a cada hora un nuevo hallazgo, un nuevo gol inverosímil por los reductos del cuerpo, un enésimo orgasmo por donde menos se esperaba. No habrá 600 euros a los que mejor partido se les pueda sacar en esta vida. Y, además, con algunos cupones para la otra, según se está viendo. "Dios se ha portado bien con nosotros este año", sentenció un Lopera, don Manué, exultante pero lúcido como nunca. ¿Será Dios bético?, pensé, fulminado por la duda, al igual que otros muchos en aquel momento de Gloria (observen la mayúscula).

De días atrás se venía barruntando. Entre los múltiples repliegues del símbolo, uno sobre todos se hacía inexorable: aquello era un duelo furtivo, pero duelo al fin, entre dos potencias del Más Allá del Fútbol: Gran Poder, emblema del beticismo celestial, y San Fermín, patrón de las aguerridas huestes pamplonicas. Claro que el uno es una efigie imponente, de humano tamaño, y el otro un santico diminuto. No hay color, como diría el castizo. En lo demás, empate técnico. Chicarrones del Norte frente a aguilillas del Sur. La valentía colectiva de los mozos por la calle de la Estafeta, frente a la soledad heroica del torero en su arte. Cuando Hemingway se hacía las fotos por las tabernas de Iruña, todo quedaba contrapesado, equilibrado, donde había de ser: en el ruedo. Allí un Antonio Ordóñez brindaba al escritor, su amigo, la muerte ritual del bruto. No había que explicarlo. El Norte y el Sur de España se hermanaban en el prodigio de la fiesta. Corría el buen tinto de Navarra, como corría la sangre hirviente del animal inmolado. La piel de toro, en fin, era un altar antiguo en el que ardían los últimos efluvios de unas tribus indómitas.

El sábado pasado, por los altos tendidos del estadio madrileño, apenas se vio alguna ikurriña tremolando insegura y, en el otro lado, algún aguilucho en las banderas de la nostalgia franquista. Poca cosa. Ahora los fortachones del Osasuna han nacido en extraños países africanos, latinos, y hasta en Francia y en Australia. El más duro de ellos se apellida García. Qué hermoso desorden. En cuanto al Betis, aquel ímpetu, aquel ardor festivo, se ha tornado contragolpe a la italiana, quién lo diría. Tal vez por eso, un indescriptible Joaquín se encargó de emular al maestro Ordóñez, capeando a un morlaco imaginario en el esplendor del triunfo, con remate de media verónica, a lo Curro Romero, que allí estaba. Puras reminiscencias, añoranza pura. O será que todo pasa y todo queda. Hoy el fútbol, como el Mundo y España, es otra cosa. Pero qué bien si todo fuera como el partido del sábado. Si todas las tensiones periféricas del momento se resolvieran en un gran partido interétnico, y todos los públicos, como el navarro, fueran capaces de aplaudir a sus contrarios, una vez acabada la faena, el sacrificio simbólico.

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