Feriante
Durante un par de horas he sido feriante en la convocatoria anual del Libro, celebrada en el paseo de Coches del Retiro, que, como su mismo nombre indica, tiene prohibido el paso de cualquier clase de vehículos. Me pidieron que asistiese, durante un par de horas, al evento, en la caseta de la editorial. El automóvil que nos llevó iba conducido por la gentil esposa del director, y casi hubimos de salir de la capital, porque el eje Castellana-Recoletos-Prado estaba ocupado por una muchedumbre a la expectativa de que se desenroscase la suplicante bandera olímpica. Pasamos la estación de Atocha para tomar la avenida de Menéndez Pelayo, donde está instalada la Feria del Libro.
Entramos a pie, junto al lugar donde antaño estuvo la Casa de Fieras, y recordé mi niñez, el león esquivo que casi nunca se dejaba ver, muchos dudamos de su existencia; el oso de la entrada, moviendo incesantemente la cabeza bajo una permanente ducha que le aliviaba los calores. Me dice Juan Diego que tuvo que disecar su maloliente cabeza en un ejercicio de taxidermia profesional. La jaula de los indecorosos monos, el recinto del hipopótamo y los elefantes, una corta familia bien avenida. Junto al muro se encontraban las ficticias madrigueras celadas por fuertes barrotes y cerca un gran espacio enmallado con aves en semilibertad vigilada.
Unos metros más allá, cruzando el que fue paseo, la Feria, la caseta corrida de mi editorial. Se entra por la parte de atrás, que nunca ofrece aspecto ordenado, sean muestras científicas, estudios de televisión o foros intelectuales de cualquier jaez. Es la otra cara, que nadie se ocupa por adecentar. De la parte del público, el mostrador con la exposición de los libros y detrás, en un breve espacio, los autores, que parecen confortablemente repanchingados, pero que, en realidad, mantienen inestable equilibrio sobre un taburete con las piernas metidas entre rimeros de libros y cajas de cartón.
Nada más instalado, lo juro, una pareja de media edad se aproximó, asió un volumen, leyeron el texto de la contraportada y lo hojearon. "¿Podría dedicárnoslo?", pidieron aquellos seres angelicales. Lo hice, con cierta emoción y con el bolígrafo más indicado para este tipo de caligrafías. Luego pasaron larguísimos minutos sin que otros sintieran parecido interés. Por un momento pensé que eran empleados del editor que así enardecían mi moral y a quienes luego devolvían el dinero y rescataban el volumen. Aquel mediodía apretaba el calor y yo veía el lento discurrir de los visitantes. Algunos tenían las manos ocupadas con bolsas que parecían contener algún libro. La mayoría llevaban botellines de agua mineral y abanicos o paipáis.
Familias, perros con o sin correa, niños que curioseaban, ponían los dedos pringosos de pirulís o piruletas en los volúmenes más cercanos y reclamaban cierta creación literaria premeditada. Alguna mamá se detenía delante de mi exposición, con el cochecito del bebé, descansando, charlando con sus acompañantes pero, sin duda, frustrando en otros ciudadanos el propósito de adquirir mi obra. En la portada del libro que he escrito aparece mi fotografía, una instantánea hecha el año pasado, o sea, que me parezco ostensiblemente a ella. La gente echa una distraída ojeada a la pieza, sube los ojos hasta mí y siente como vergüenza por desairarme y pasar de largo, aunque me miren con el rabillo del ojo. A ratos me asaltaba la idea de que aquella gente, que tan culturalmente disponía la mañana del domingo, hubiera querido lanzarme unos cacahuetes o unas migas de pan. También pensé que el cartel, del cual sólo veía el dorso, advertía al visitante de que estaba prohibido echar comida a los autores. Se acerca un joven que me pregunta si soy el mismo que escribe esta columna todos los lunes y que si había tratado el tema de los judíos húngaros en la II Guerra Mundial. ¡Era un lector! Compró otro ejemplar y pueden ustedes imaginar la calurosa dedicatoria que escribí. Hubiera querido que no se marchase de mi lado. Han venido unos familiares y, al cabo de pocos minutos, pienso que también estorban el acceso a los verdaderos adquirentes.
Llega el amigo que intenta subir la moral informando de que muchos otros escritores están mano sobre mano, sin vender una sola muestra de su cacumen, lo que consuela poco, además de no ser verdad. ¡Ah! Esta Feria del Libro ha tenido de excepcional, aparte de mi colaboración, que no haya llovido tanto como en otras, con lo mucho que necesitamos el agua.
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