"¿Quién es ese pavo?"
El año pasado, en el Dauphiné Libéré, Richard Virenque salió pletórico a disputar la cronoescalada del Mont Ventoux. Era una prueba de orgullo para el viejo león francés, que había anunciado su retirada a final de temporada. Era su despedida de una montaña mítica que formaba parte de su historial. Quería hacerlo bien, aunque su forma no fuera la mejor. Y en ésas estaba el gran Virenque, sudando a todo sudar bajo el inclemente sol de Provenza, pedaleando con esfuerzo, luchando contra la gravedad y la asfixia, cuando, zas, a a cuatro o cinco kilkómetros de la cima, una sombra naranja, una melena de apretados rizos, una piernas potentes moviendo con brío un desarrollo en el que la cadena movía iba engarzada en el plato grande, le pasó a toda velocidad. "¿Quién será este pavo?", pensó inmediatamente Virenque, ¿quién será este pavo que se atreve a desafiar al Ventoux con ese tremendo desarrollo, que lo asciende con tanta alegría, a tanta velocidad? Por el color naranja de su maillot sabía que era vasco, del equipo de ese Iban Mayo que dominaba a su antojo la carrera. Por eso sabía a quién preguntar.
"¿Quién era ese pavo?", le preguntó Virenque por la noche a Pedro Horrillo, su compañero de equipo, otro vasco. Y Horrillo, que conocía bien a "ese pavo", que sabía que era Íñigo Landaluze, un compañero suyo de los tiempos de amateur en el Baqué, tuvo problemas a la hora de explicarle sus cualidades. No podía apoyarse en su palmarés porque, expresivamente, era una hoja en blanco, ninguna línea. Podía decirle que lo más cerca que había estado Landaluze de levantar los brazos había sido en una etapa de la Bicicleta Vasca de 2002, pero que había sido precisamente él mismo, Horrillo, quien se lo había impedido adelantándole sibilinamente en la última curva llegando a Usurbil, un dato que tampoco le habría dicho mucho a Virenque. Podría haber añadido que era un ciclista duro, muy fuerte, que disfrutaba más en los adoquines de Roubaix que en los puertos de los Alpes pero que no le hacía ascos a la montaña, pero habría sido demasiado prolijo. También le podría haber dicho que a veces parecía que le faltaba sangre, que de tonto no tenía un pelo pero al que a veces le perdía su carácter, demasiado tranquilo. Pero lo mejor que le podría haber dicho era: mira, Richard, espera un año y ya sabrás mejor quién es Íñigo Landaluze. No se lo dijo, pero Virenque podría haber esperado igualmente. Él y todos los que ayer, viendo por la tele la última etapa del Dauphiné Libéré, leyendo los resultados, observando cómo los grandes nombres, los famosos Armstrong, Botero o Vinokúrov, quedaban desplazados de la primera plaza por el tal Íñigo Landaluze, se preguntaron ¿y quién es este pavo? como hace 50 años se lo preguntaba todo el mundo cuando un tal Walkowiak, desconocido hasta entonces, ganaba el Tour.
Íñigo Landaluze, 28 años cumplidos en mayo, es un vizcaíno callado y sin sueños. Hace años, cuando ya llevaba un par de temporadas en el pelotón profesional, le preguntaron de sopetón: ¿se sueña mucho con la primera victoria? Y él respondió: "Pues no, si llega, llega". Y esa calma, esa aparente falta de aspiraciones, esa tranquilidad de espíritu, fue precisamente la clave de su victoria.
Landaluze alcanzó el liderato un día de media montaña en el que se escapó, como tantas veces, en busca del triunfo de etapa. Llegó antes que él Axel Merckx, pero gracias al desastre táctico del Phonak, el equipo de Botero, el corredor más fuerte toda la semana, Landaluze, segundo, terminó con una ventaja de siete minutos sobre los tenores. Líder con 2.30m y por delante un fin de semana duro en los Alpes. Y él, sin equipo, con tres compañeros que podían dar mucho de sí. Con 49s aún encaró ayer la última etapa, un duro circuito en Sallanches, a la sombra del Mont Blanc. Pocos daban aún un duro por él. Algunos recordaban cómo en 1966 al navarro Carlos Echevarría le birló el triunfo Poulidor el último día. Otros, de la desgracia de Olano, caído en 1997. Landaluze no pensó en nada. Durmió como un niño, sin euforia ni nervios.
Y ayer, ayudado por la táctica del Discovery, que luchó por la etapa en vez de por la general y acabó con un triplete -Hincapié, Popoych, Armstrong-, y por el buen corazón de algunos colegas como Cañada, Bruseghin o Mazzoleni, resistió los últimos ataques de Botero. Y cruzada la meta sin ningún gesto, pues no sabía si había ganado, pudo haber emulado al Anquetil del Puy de Dôme del 64 y responder cuando le dijeron que había ganado por 11 segundos, "me sobran 10".
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