Yo y él
Henri Cartier-Bresson dijo sobre el acto de fotografiar: "En un mismo instante reconocer un hecho y la organización rigurosa del hecho". Desde luego, es una definición sencilla y profunda del trabajo de un fotógrafo. Parte de una premisa que la frivolidad imperante suele negarse a reconocer: es decir, que los hechos no son construcciones del fotógrafo. El fotógrafo reconoce algo que ha sucedido al margen de sí mismo y que, por una serie de accidentes azarosos o una deliberada y trabajosa vigilia, ha conseguido representar. La segunda parte del fogonazo del gran maestro francés es aún más interesante. El reconocimiento sensitivo del hecho debe organizarse fotográficamente de inmediato, con cláusulas no muy diferentes a las lingüísticas. Se trata del momento trascendental en que el fotógrafo debe decidir los detalles (y su jerarquía) que van a formar parte de la representación del hecho. Una selección indebida de los detalles, un corte particular de la escena puede traicionar el hecho percibido, erigirse en representación de algo que no existió. Esas fotografías falsas donde todo lo que se muestra es cierto. Esas mentiras construidas estrictamente con verdades. La prueba de que una fotografía es verdadera, de que la organización del hecho que describe es rigurosa, es relativamente sencilla. Basta con abrir imaginaria e idealmente el objetivo hasta que su campo de visión muestre todo el planeta y arrabales. En el campo seleccionado podrá aparecer una suma infinita de detalles vinculados al hecho que se aisló en la fotografía. Pero ninguno de esos detalles podrá contradecir los detalles que fueron seleccionados en la fotografía. Si es que se trata de una fotografía verdadera. Es indudable que la verdad está rota en mil pedazos, pero ninguno de sus fragmentos contradice a otro. Si es que de la verdad se trata. Así se dictaba sus fotografía Cartier Bresson y así procuraba emulsionarlas.
Hay hechos, sin embargo, hechos nítidos, que el fotógrafo no podrá nunca representar con las artes de su oficio
Hay hechos, sin embargo, hechos nítidos, susceptibles de ser perfecta y rigurosamente organizados, que el fotógrafo no podrá nunca representar con las artes de su oficio. El fotógrafo no puede hablar en primera persona. Es probable que le parezca una fotografía intolerablemente preparada. Parece un drama, en esta época opinativa. Pero es una felicidad inenarrable. Creo que esos hechos forman una auténtica colección particular. Descartada la cámara, no tienen otro remedio que narrarlos con palabras.
Así, un atardecer de invierno, Joan Guerrero.
Trabajaba entonces en el diario El Observador, en la Zona Franca de Barcelona. Lo enviaron a un estreno de ópera en el viejo Liceo. Ya no recuerda la ópera. Pero sí el frío glacial en las rectas solitarias del polígono. Iba en la moto, protegido por el profundo anorak, pero sobre todo por su ánimo legendario. Tuvo que pararse en uno de esos semáforos estúpidos que obligan a ceder el paso a una larga procesión de ánimas del purgatorio. Vio que por el arcén daba tumbos un pajarillo con problemas. Bajó de la moto y se dirigió hacia él. Echó un vistazo alrededor y ya ni siquiera vio un ánima. Y mucho menos lo que buscaría, que era un fotógrafo cerca. Son pensamientos que cruzan, nada de particular ni extravagante, cuando uno está en inmerso en una buena acción. O cuando llora en solitario. Cuando se siente transido, en fin, de nobleza. Si alguien apareciera por aquí y diera fe de este momento... Cogió el pajarillo, lo acunó, se lo metió entre el anorak y el pecho, y prosiguió el viaje. Hasta llegar al centro de Barcelona no tomó conciencia del problema. Iba al Liceo y llevaba un polizón.
Afrontó los primeros compases de su trabajo sin desabrocharse el anorak. Se atuvo a lo establecido. Apretar el botón de la máquina cuando la orquesta trepidara y permanecer inmóvil en los silencios. Fue en uno de esos silencios inspiratorios, que anteceden a la decisiva acometida faríngea, cuando el pájaro se escurrió de su pecho y, vuelto a la vida, salió volando hacia las candilejas. Nunca un instante fue más un aleteo. Guerrero se hizo agua. Pero nadie entre el público señaló su anorak. Desde el estreno de Mahagonny y aquellos vómitos en el escenario que tanto les traumatizaron, las buenas gentes del Liceo habían aprendido bien y deprisa. Volaba el pájaro y se dijeron:
-¡Qué conceptual!
Pero Guerrero iba reptando por los laterales del teatro, desentendido del trabajo y con la absoluta convicción de que inmediatamente iba a ser detenido y, lo que es peor, abucheado. Cuando alcanzó la calle le iluminó el relámpago de otro incidente inolvidable de su vida de buen hombre. No había cumplido los 30 años y sólo era fotógrafo para sus adentros. Su trabajo consistía en teñir con pintura en polvo las piezas de unos juguetes didácticos. Una tarde salió de la fábrica con una bolsa de pintura. Roja. Tenía planes. Al lado de la iglesia mayor de Santa Coloma se alzaba el monumento a los Caídos. El tenía 29 años solitarios, pero con necesidades urgentes. El ambiente era idóneo. Llovía y hacía viento. Llegó al monumento y se dispuso a embadurnarlo con el polvo rojo de su juventud. Abrió la bolsa. Por la acción del viento, el polvo rojo se escapó como el pajarillo. Le dio en la cara. Roja, en pocos segundos, perfectamente teñida por la lluvia. Perdió los nervios. Se asustó. Quedó completamente rojo, y los caídos, de piedra. Echó a correr hacia su casa. Iba dejando enormes huellas rojas. Confiaba en la acción disolvente de la lluvia. Miró alrededor. Por si venía la policía. Se sintió bueno, más bueno, si cabe, por fracasado. Echó otro vistazo, por si aparecía un fotógrafo.
Fue así cómo empezó a descubrir las personas del verbo fotográfico.
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