Año tras año, en Madrid, taladros
Desde que recuerdo, desde que habito en Madrid, la llegada del calor está asociada, las noches y las madrugadas, al sudor, dormir sin camiseta y en calzoncillos, horas en vilo hasta el alba para, al final, al amanecer sumirme en un sueño profundo, cargado.
Y, justo en ese momento, en ese preciso instante, entre las siete y las ocho, cuando sabes que te queda poco para levantarte y agarras con más fuerza la almohada esperanzado en que las horas se prolonguen de manera infinita, suena en la calle un taladro.
Con el paso del tiempo, el transcurrir de los días, ese ruido matutino, dejó de ser molesto para convertirse en cotidiano. Ya no necesito despertador, ni oír la radio para espabilarme. Como un muelle, automáticamente salto de la cama nada más comenzar la broca a golpear el suelo. Hay días en que no tengo necesidad de levantarme tan temprano y aprovecho el madrugón para leer a fondo el periódico o ver las tertulias informativas de la mañana.
Un día, por curiosidad, pregunté a los operarios cuál era el motivo de su trabajo, explicándome ellos que era para arreglar un problema del agua; yo les contesté que el año anterior también habían abierto la acera y ellos me respondieron que en tal caso debió de ser otro arreglo, una avería quizá, posiblemente el gas.
Cada año, con el calor, llega su música: es un proceso cíclico, que puede comenzar en el agua, pasar al gas, luego la luz, más tarde el teléfono y al quinto año de nuevo el agua. Los operarios varían cada ciclo, creándose durante esos meses, supongo, trabajo.
En conclusión, que así como asociamos olores, tactos y texturas concretos a tiempos determinados de nuestro pasado, yo la canícula sin el taladro sería inconcebible.
Cambian los gobiernos, los alcaldes, cambian los presentadores de la mañana, sube el precio del periódico; todo varía menos la obra en la esquina de mi casa.
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