"La cúpula económica, política y sindical frena el cambio que precisa Europa"
Tiene un nuevo despacho, al lado de su domicilio particular, con un jardín pequeño lleno de luz y agua. Felipe González presidió el Gobierno español que firmó la adhesión a la antigua CEE, y desde entonces no ha dejado de hablar y pensar sobre la construcción europea. Es un tema que realmente le apasiona.
Pregunta. ¿Habría podido España llegar adonde está sin la Unión Europea?
Respuesta. Estoy seguro de que no. Si tienes una casa mediana en un barrio muy malo, la casa vale menos. Si tienes una casa mediana en un barrio muy bueno, la casa toma valor. Nosotros hemos hecho nuestra tarea como país, y diría que la clave fue casi de psicología colectiva, en el sentido de que la gente empezó a confiar en que podía... Pero también hemos tenido la fortuna de arrancar en un proceso de integración europea que nos ha obligado a hacer más cosas de las que normalmente hubiéramos hecho sin estar en ese marco. Y también hemos recibido notables ayudas, aunque la gente las exagera, para poderlo hacer.
"En España, como en los otros países europeos, con dosis diferentes, se dan posiciones proeuropeístas y antieuropeístas. Y eso subyace en la sociedad"
"A los europeístas les daba miedo que la adhesión de España retrasara la integración europea. Luego resultó que fue de ayuda para la gran galopada"
"Falta definir el papel de Europa en el nuevo escenario que crea la globalización: hacia fuera y hacia dentro, y eso es parte del rechazo a la Constitución"
"El fallo que estamos teniendo en el proceso de construcción europea no procede del extrarradio, de Polonia o de Hungría. Es un fallo de los fundadores"
"La productividad por hora trabajada no puede seguir cayendo en Europa. Si no se para, no habrá nada que salve el modelo social de cohesión"
"La rigidez actual no viene exactamente del modelo social, aunque haya que revisarlo. Viene de la corporativización del poder entre las cúpulas"
P. ¿Por qué dice que se exagera?
R. Porque en términos de producto bruto, que es como se puede medir, Portugal o Grecia han recibido, al menos, tres veces más que nosotros en producto por habitante. Hemos recibido ayudas europeas importantes, pero la transformación no se hubiera producido sin la voluntad de capitalización física del país, de capitalización humana. Lo que es verdad es que ese proceso interno hubiera sido casi imposible, si el entorno en el que se produjo el cambio político en España, la transición, no hubiera contado con el marco de una región supranacional próspera y con elementos de unión y cohesión como Europa.
P. ¿El tema europeo es uno de los pocos en los que ha existido realmente unanimidad entre los grupos políticos españoles?
R. Yo creo que ha existido una unanimidad más formal que real. Es decir, que en España, como en el resto de los países europeos, con dosis diferentes, se dan posiciones proeuropeístas y antieuropeístas. Esto que decía Aznar de que él era tan europeo como cualquiera, era una banalidad. Claro que es tan europeo como cualquier otro: Le Pen es tan europeo como cualquier otro. Lo que se discute no es la condición de ser europeo, sino de creer o no en la construcción europea y en los mecanismos para la creación de una Europa política unida. Eso es lo que marca la diferencia entre europeístas y no europeístas, y en ese sentido en España ha habido siempre una corriente más proeuropea y otra más antieuropea. Es evidente. Y eso subyace todavía en la sociedad española.
P. Sin embargo, desde el punto de vista económico, todo el mundo se dio cuenta enseguida de que pertenecer a la Comunidad Europea era muy positivo.
R. Le podíamos poner algún matiz. Cuando empezamos a negociar el tratado de adhesión, el aparato productivo del país, que también había de todo, prefería la prolongación de los acuerdos previos. Y cuando nos acercábamos al fin de la negociación, que era, como toda negociación de adhesión, desequilibrada en favor de los que ya estaban, había mucha gente que decía: "Está bien, tenemos que integrarnos, pero necesitamos más plazos, mejores condiciones". O: "Necesitamos retrasar la adhesión para estar más preparados", lo cual era una reacción absolutamente normal. Aquellos a los que les va a ir bien, normalmente no se quejan. Se resistían aquellos que sentían que una competencia abierta con Europa iba a perjudicar su propia capacidad de producción, por la obsolescencia de su propio aparato, por las normas de protección a las que estaban acostumbrados.
P. El resultado fue bueno.
R. Obviamente, en términos históricos es verdad. Pero es cierto que el proceso de cambios en términos de liberalización de la economía española fue muy rápido, muy fuerte, y no salió gratis. Había sectores productivos que no podían aguantar ese cambio. Pero el balance general está a la vista. Desde el punto de vista material, se podría decir que yo llegué al Gobierno con 4.500 dólares de PIB per cápita. Estamos en 23.000 no sé cuánto...
P. ¿Qué es lo que daba más miedo de España en Europa?
R. Lo de siempre. Provocábamos miedos colectivos, sobre el flujo emigratorio, especialmente. Un país con el nivel de renta como el de España, con una experiencia emigratoria como la que había habido en los años sesenta y setenta, precisamente en dirección a Europa; con un nivel alto de desempleo y con una crisis industrial como la que teníamos; todos pensaban que millones de trabajadores se iban a ir para Europa. Yo estaba convencido de que no iba a ocurrir. En aquel momento, ese miedo colectivo europeo (que se repite una y otra vez) llevó a fijar un periodo de espera bastante excepcional antes de permitir la libre circulación. Pero a mitad de ese periodo ya estaba claro que no sólo no había habido un flujo de emigración hacia el resto de los países europeos, sino que había sucedido lo contrario. Desapareció ese temor, que era ridículo. Fue una demostración histórica, preciosa, de que algunos de esos temores tenían poca justificación. Yo creo que eso mismo ocurriría ahora con la República Checa, por ejemplo, o incluso con Polonia. Estoy seguro de que los flujos de emigración no van a ser de la naturaleza que temen.
P. ¿No dábamos miedo como productores de algo?
R. Bueno, el de la emigración era un temor genérico. Después había otros temores más específicos. Los franceses estaban absolutamente obsesionados con la idea de que la agricultura española iba a competir con la suya de una manera brutal.
P. Los famosos prealables...
R. Sí, los prealables. El temor agrícola tenía alguna justificación, pero Carlos Romero, el ministro de Agricultura de entonces, que se conocía el aparato productivo agrícola español hectárea por hectárea, estaba convencido, y así se lo dijo, por activa y por pasiva, a Michel Rocard, su colega francés, que la balanza agroalimentaria entre Francia y España sería siempre muy favorable a Francia y, además, crecientemente favorable. Nosotros competimos en líneas de producción que no pueden tener los franceses, de temporada, pero el balance global sigue siendo muy favorable a Francia, incluso hoy. Fue un prealable que retrasó la adhesión de España injustificadamente durante un tiempo, y que, desgraciadamente, perjudicó también a Portugal, por aquello de ir en un solo paquete.
P. ¿La ampliación en sí daba también miedo?
R. Entre los europeístas había otro temor difuso: que la incorporación de España y Portugal iba a retrasar todo el proceso de integración europea, porque el club ya había rechinado al pasar de 6 a 9 y a 10. Con Grecia había habido una cierta inadaptación a la cultura europeísta de los seis fundadores. Creían que España y Portugal plantearían el mismo problema, de manera todavía más seria que lo habían planteado Grecia o, anteriormente, Gran Bretaña. Y pasó exactamente lo contrario: el dinamismo europeo creció exponencialmente desde ese momento. Es verdad que también era una época diferente, pero la actitud de España y Portugal en eso fue decisiva. Entramos justo en lo que después hemos llamado la época de la galopada europea: 85-95.
P. Hoy existe tambien un gran miedo respecto a la incapacidad de los nuevos socios para asimilar la cultura de los fundadores. ¿Cree usted que esos nuevos socios pueden ayudar a dinamizar la UE? ¿O su referencia es más Estados Unidos que Europa y actuarán como retardatarios?
R. Es verdad que tienen una relación especial con Estados Unidos. Pero no es toda la verdad. No sé si merece la pena decirlo, pero lo voy a decir: el fallo que estamos teniendo en el proceso de construcción europea, aparte de los miedos que provoca la dimensión de la ampliación, incluso sobre la intención de ampliar a Turquía, no es un fallo del extrarradio, es precisamente un fallo de fundadores. Es decir, los dos noes de los últimos días no son de Polonia o de Hungría. No nos engañemos, ni siquiera es un no británico o un no danés. Son dos países fundadores los que han dicho que no al tratado constitucional.
P. ¿Qué ha cambiado en los países fundadores desde entonces?
R. Pienso que lo que más ha condicionado la definición y el avance del proyecto europeo no ha sido la ideología, sino una experiencia vital compartida. En la época de la galopada europea había unos dirigentes, yo incluido, que estaban marcados todavía por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y de sus efectos. Por tanto, aunque eran dirigentes nuevos, no fundadores, eran dirigentes que tenían esa experiencia casi en su mandato genético. Habían nacido ya con esa impronta. Que Mitterrand fuera diez años mayor que Helmut Köhl y que Köhl fuera mayor que yo no quiere decir que no compartiéramos el sentimiento de ese pathos europeo que creó la dinámica de una Unión Europea, con todos sus altibajos.
Esto, como experiencia vital compartida, desapareció. Ahora, hay que transformar el pathos o el ethos que da nacimiento a Europa; hay que buscar una nueva ética de la construcción europea, no para superar los males históricos de la guerra, sino para definir nuestro papel en el nuevo escenario que crea la revolución tecnológica y la globalización. Eso falta, y es parte del rechazo que se está produciendo respecto del pacto constitucional.
P. ¿Es un rechazo irreversible?
R. Yo creo que no es reversible. Lo que tenemos que asumir todos, pero sobre todo, a mi juicio, los que mandan, es que la gente no sabe con qué propósito se está construyendo Europa y no sabe qué papel va a tener Europa en la globalización; qué papel va a tener hacia fuera, que la haga relevante, y qué papel va a tener hacia dentro, que mantenga la cohesión entre esa ciudadanía supranacional. Cohesión en términos de explicar qué es lo que hace que un finlandés y un portugués naveguen en la misma nave con un determinado rumbo y con unos determinados objetivos. Si como ciudadano siento que hay elementos que lo explican, siento también cohesión entre mi proyecto como finlandés y su proyecto como portugués; pero si no conozco ese propósito, ese objetivo común, me parece gratuito todo esto que se hace.
P. ¿Saldremos de esta crisis, como de las anteriores?
R. Ésta es una crisis muy seria. Hay que darle a Europa nuevos objetivos, nuevos propósitos, nuevos procedimientos de tomas de decisiones y algunas cosas más que a mí me cuesta mucho trabajo decir porque se van a interpretar mal: hay que revisar el acquis para descargar a Europa de cosas que pueden no ser relevantes ni para su papel en el mundo ni para la cohesión interna y que sencillamente responden a una acumulación históricamente comprensible, pero actualmente incomprensible. Imagínenlo como una gran, gran empresa que no hubiera cambiado su estructura de funcionamiento en 50 años, con lo que ha llovido.
Está por hacer algo que a mí me llama la atención. Ha habido un debate, que todavía colea, sobre cómo se reparte el poder en Europa, quién pesa más, quién menos. Pero no ha habido un debate sobre cuál es el poder europeo que queremos y necesitamos para ser relevantes en la nueva situación de la globalización... relevantes hacia fuera y hacia dentro. Que eso no se haya hecho a estas alturas produce, a mi juicio, un grado de desconcierto e incomprensión importante entre los ciudadanos. Sabemos que ya no somos lo que fuimos, pero no sabemos qué es lo que vamos a ser.
P. ¿Es posible fijar esos objetivos con 25 miembros?
R. Sí, es posible, si son los 25 dirigentes los que se reúnen de verdad, y están un fin de semana reunidos fuera de los consejos ordinarios y se sientan a una mesa y no tienen la pasión de decir "que me espere el de la televisión para contarle a mi país cuánto he sacado" de una reunión, que no es para sacar, sino para meter. Es posible crear el ambiente necesario, pero hoy no estamos en eso, estamos en un atasco monumental. El primer fallo es que cuando hay un terremoto se puede discutir si es de grado cinco u ocho, pero no negar que ha habido un seísmo. Lo primero es hacerse cargo del estado de ánimo de la gente, que es el propio del terremoto. La parálisis siempre se produce cuando se desconoce la evidencia. Y es evidente que ha pasado algo.
P. ¿Hay que tomarse, pues, un tiempo de reflexión?
R. ¿Tomarse mucho tiempo de reflexión? No. No, si es una reacción a la parálisis. Otra cosa es que se decida una reflexión operativa y que se tome tiempo para ello. Son dos cosas radicalmente distintas. ¿Quiere tomarse tiempo de reflexión? De acuerdo, pero sólo si se articula esa reflexión.
P. ¿Cómo?
R. Hay muchísimos procedimientos. Que hagan lo que se ha hecho muchas veces en Europa; que busquen a cuatro, cinco, seis personas que sepan algo de esto (les suelen llamar sabios, con lo cual los hunden), y que les digan: investiguen en serio, acérquense a la realidad, vean de qué grado es ese terremoto y dennos un par de hipótesis de cómo se podría reaccionar. Con toda libertad, pero implicando a los países y las instituciones. La combinación que les dé la gana, pero creen rápidamente un grupo de emergencia para trabajar, no para decirles a los líderes lo que tienen que hacer, pero sí para trabajar en hipótesis que permitan salir del embrollo. Entonces, te puedes tomar el tiempo que quieras, pero trabajando.
P. Muchos análisis sobre lo ocurrido en Francia y en Holanda indican que los ciudadanos temen que el modelo de Europa que se está haciendo no sea capaz de garantizar el Estado de bienestar que se alcanzó gracias a un planteamiento nacional. Temen una estructura que no garantiza el Estado de bienestar.
R. El Estado nacional tampoco lo garantiza. La gente lo que teme es que esté en crisis el modelo. Y pensar que lo que no se puede hacer entre todos, se hace mejor solos y aislados de los otros es un despropósito en una estructura mundial como la actual, en la que se ha producido ya el impacto de la globalización.
P. ¿Se puede mantener el modelo?
R. Sí, yo creo que se puede mantener el modelo, modificándolo. Europa no tiene sólo un problema de competitividad o de competencia que le viene del sur; tiene un problema de competencia con Estados Unidos, con el Primer Mundo, con lo que llamábamos el norte. Aquí hay un problema de funcionamiento corporativista que hace muy difícil que haya una movilidad ascendente y descendente en la creación de valor, de empresa, que permita competir por valor añadido, por hacer mejor que otros lo que los otros también van a intentar, que incorpore otras tecnologías. Nosotros no podemos competir por salarios baratos. Europa tiene que avanzar en serio tecnológicamente.
Lamento decirlo, pero lo diré de una vez: lo que más frena eso son las cúpulas del poder económico financiero, político y sindical, que funcionan corporativamente. Si alguien tiene que hacer nuevas tecnologías en Alemania, a nadie se le ocurre que pueda hacerlo alguien diferente que Deutsche Telecom o Siemens. Y resulta que hay paisillos como Irlanda o Finlandia que tienen gente que hace nuevas tecnologías y son personas que no trabajan en la Deutsche Telecom o Siemens. Vas a China y te encuentras a 40.000 finlandeses que no están vendiendo tomates, sino alta tecnología. Pero resulta que en el corazón de Europa, me da igual que sea Italia, Francia, España o Alemania, los de siempre dicen que ellos son los únicos que saben hacer esas cosas. Yo pongo un ejemplo: miremos el ranking de las primeras empresas de Estados Unidos hace 25 años y ahora. Hagamos el mismo ejercicio en Europa. Aquí no han cambiado prácticamente. Algo pasa, ¿no?
P. ¿Se puede decir a los ciudadanos que ese cambio es posible manteniendo al mismo tiempo el modelo social europeo?
R. Eso es precisamente lo único que puede garantizar que exista un modelo social cohesionado, un cambio que garantice que pueda haber un modelo social cohesionado. Pero tiene que estar claro que la productividad por persona ocupada o por hora trabajada tiene que ser competitiva con Estados Unidos. No se puede decir que vamos a mantener nuestro modelo si la productividad por hora de trabajo es menor que la americana y que la asiática. No se puede decidir eso porque no funciona... ¿Que tiene que haber cuatro turnos, o cinco? Puede ser. Quizá. Pero la productividad en Europa no puede seguir cayendo respecto a nuestros competidores. Si pasa eso, no hay nada que salve el modelo social de cohesión. Tenemos que resolverlo nosotros.
P. ¿Lo comprenden los ciudadanos europeos?
R. Creo que es perfectamente explicable y comprensible. La rigidez que existe no viene exactamente del modelo social, aunque haya que revisarlo. Viene de la corporativización de las relaciones de poder entre las cúpulas. La verdad es que yo tengo mis dudas de que los líderes europeos lo comprendan. Que me perdonen, pero como no aspiro a ser presidente de la Comisión, puedo decirlo. Nosotros no éramos ni mejores ni peores. Pero teníamos una capacidad de entendimiento y, en el sentido más noble, de complicidad en el propósito, que permitía hacer masa critica y avanzar. Ahora no hablo ya de 25 miembros, sino de cinco, diez u ocho que funcionen de esa manera, que trabajen así.
P. Quizá los nuevos líderes europeos sean poco europeístas, como Blair.
R. Déjeme que diga algo en serio. No me preocupa estar en desacuerdo con su idea de Europa. Me preocupa que no exista una idea de Europa. Me tranquilizaría mucho que existiera un grupo de gente que sepa lo que quiere hacer. Luego me gustará o no hacia dónde la orientan, luego los ciudadanos decidirán si lo aguantan o no. Pero, aunque sea duro decirlo, el problema hoy es que no existe una orientacion. No veo esa orientacion, y parece que los ciudadanos, tampoco. Yo no soy de los menos informados, tengo un cierto nivel de información. Y no sé qué propósito tiene todo esto y si no es puro oportunismo.
Felipe González protagonizó una de las mayores 'galopadas' de la construcción
europea: el periodo comprendido entre la fecha de la adhesión de España y Portugal
y la llamada Acta Única, en 1985, y el Tratado de Maastricht, en 1991. Hoy, 20 años
después, cree que la UE no está siendo capaz de fijarse un nuevo propósito común
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