Leyendas de arena en Traba
Paisajes en movimiento en una preservada playa coruñesa
A quien se acerque a la playa de Traba con muchas ganas de darse el primer baño del verano no le hará mucha gracia la sugerencia de posponer un poco el momento de exprimir hasta el último rayo de sol. Pero el caso es que merece la pena acercarse primero a la iglesita de Santiago, más o menos a un kilómetro tierra adentro, en perfecta equidistancia de Boaño, Mórdomo y todas las aldeas desperdigadas que componen la parroquia. Y no sólo por la iglesia misma, que tiene una fachada barroca de granito pulido por el salitre que parece una versión en miniatura de alguna de las grandes catedrales de México o Perú. Aunque ella sola no mereciese el retraso -y bien que lo merece-, hasta el más alérgico al barroco compostelano encontrará que la vista desde el atrio, enlosado con las lápidas desgastadas que cubren a los muertos antiguos de la zona, compensa el desvío y ayuda a hacerse una idea cabal de un paisaje muy particular.
Rodeando a la iglesia, en pendiente suave, prados verdes y campos de forraje; después, los carrizales que rodean la laguna de Traba; sobre ella, las dunas de arena blanca que amenazan con sepultarla en cualquier momento y que en realidad, a su ritmo, lo van haciendo desde hace siglos, y al final, el mar inmenso y azulísimo llenando el horizonte. Uno mira alternativamente el paisaje y las fechas antiguas de las tumbas que pisa, y en un rapto de entusiasmo puede acabar creyendo que prados, dunas, lago y olas son exactamente los mismos que veían, hace siglos, quienes construyeron la iglesia y se hicieron enterrar a sus pies.
Una brisa agradable
Y salvo en las olas se equivocaría en todo: basta preguntar a los más viejos de la zona (seguramente le hablen al principio en un gallego recio como el paisaje) para enterarse de que en los últimos cincuenta años la laguna ha disminuido -y además, de que esconde una fantasmal ciudad sumergida, como tantas lagunas de Galicia: la descreída Valverde, maldita por el mismísimo Apóstol-; de que los campos de cultivo se han ampliado gracias al limo que dejan los arroyos que desembocan en ella, y de que las dunas, empujadas por el viento implacable que sopla de la parte del mar, han avanzado hacia el interior. El ecosistema de Traba -como Corrubedo, Baldaio y otros complejos dunares y lagunas costeras gallegas- está en movimiento perpetuo: tierra y agua se van comiendo mutuamente el terreno por efecto del viento, la erosión y la sedimentación. El viento sobre todo, que sopla por aquí con fuerza durante casi todo el año. En invierno hace imposible mantener una conversación sin dar voces; en verano se convierte, con suerte, en una brisa agradable que acompaña durante el paseo por los dos kilómetros y medio de orilla, de la Punta Arnao a la Punta de Traba. Si se pone bravo, siempre queda la posibilidad de buscar refugio en las dunas y echarse la siesta mirando hacia la laguna.
La playa fue de las más castigadas por la marea negra del Prestige, y sólo ahora se va recuperando: vuelven a invernar en la laguna los zarapitos, los avetoros y los negrones (incluso en verano, llevar prismáticos y no armar bulla suele tener recompensa ornitológica); prosperan en las dunas la leiteira (que llora lágrimas lechosas al troncharse) y la mítica herba de namourar de tantas leyendas gallegas (no falla como filtro amoroso, pero los desesperados harían bien en dejarla reproducirse en paz y buscar remedio por otras vías), y han vuelto también los surfeiros -que aprecian particularmente la ensenada abierta y las olas de buen porte de Traba- y los bañistas que llegan huyendo de la canción del verano: Traba se conserva virtualmente virgen, libre de los morrocotudos -e ilegales- chaletazos a pie de arena que tanto han estropeado otras playas de Galicia, y su extensión da para que nudistas y textiles (los unos por el lado sur, los otros por el norte) disfruten a su aire de muchos metros cuadrados de arena por barba.
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