Ética de los semáforos
Todos tenemos unos ritos personales y entre los míos se encuentra un paseo solitario, dominical, a la hora del atardecer. El paseo me lleva a las mismas calles de una misma ciudad. La mía. Allí donde he dejado el grueso de mis años y, con ellos, casi todo lo que guardo en la memoria. Walter Benjamin, en su Libro de los Pasajes, reflexionó mucho sobre la figura del flâneur, ese término francés que ha generado en castellano el galicismo "flanear". Flanear es vagar por las calles sin rumbo fijo y sumirse en un estado inexpresable, salpicado de sentimientos imprecisos. Benjamin logró acercarse a la imposible definición de esa sensibilidad deambulatoria: el flâneur desciende hacia un pasado que puede ser tanto más profundo cuanto que no es su propio pasado. Con todo, la calle sigue siendo siempre el pasado de una juventud.
Y en esas estaba, con la mente en otro sitio (en ese sitio que no está en ninguna parte), cuando el paseo vino a obsequiarme con una de esas observaciones modestas que pintan de nuevas luces la realidad. En un semáforo aguardaban, disciplinadamente, a la espera del cambio de disco, un hombre y un niño pequeño. Era una de esas esperas educativas, en que el padre alecciona a su hijo sobre la radical prohibición que dicta el semáforo, a pesar de que en el anochecer de aquel domingo no se viera un solo coche en la distancia. Tres personas llegamos al mismo tiempo hasta el semáforo y, al contrario de lo que suele ocurrir, nos detuvimos, nos miramos y compartimos un gesto de solidaridad. Se estableció una alianza con aquel hombre que agradecía en nosotros la conducta ejemplarizante, la renuncia a cruzar la calle, subrayando ante su hijo que, en efecto, los mayores suelen obrar del mismo modo. Incluso cruzamos una sonrisa de complicidad y de paciencia, conscientes todos de que sólo nos habíamos detenido para respaldar a un padre en el modelo de conducta que exigía de su hijo.
Esto nos remite a toda una teoría sobre la educación. Dudo que haya mayores de edad que en la calzada de una calle absolutamente desierta renuncien a atravesarla, por mucho que el semáforo se lo prohíba. Pero entendemos que a los niños se les debe imbuir el rigor de ese mecánico criterio: cruzar sólo cuando el semáforo está en verde. Nada importa que pasen o no coches: la norma debe seguirse a rajatabla porque es el único modo de dar a un niño un criterio claro, objetivo, comprensible. Luego la vida cambiará. Cambiará a ese niño. Llegará para él el momento del criterio personal, la asunción o no de esas antiguas prohibiciones. Porque la vida, como las ciudades, está llena de semáforos, y a medida que crecemos los semáforos se vuelven relativos y llega la hora de juzgarlos.
En todo caso, no hay modo de asumir un criterio personal sin haberse sometido previamente a criterios externos y objetivos. Los semáforos de la vida son innumerables. Algunos deberán guiarnos con su luz a lo largo de toda la existencia. Otros se revelarán, tarde o temprano, discutibles, susceptibles o no de trasgresión. Muchos otros, por último, se nos harán fraudulentos e irreales, el producto de un engaño, de una estafa social. Llega el tiempo en que uno se organiza su propio tráfico, su propia ordenación del espacio moral, pero es imposible asumir esa autonomía si al principio, de niño, no se interiorizaron instrucciones precisas, al menos para comprender más tarde qué instrucciones hay que aborrecer, qué semáforos conviene transgredir. Muchos de los problemas de la educación actual provienen de haber olvidado esa regla elemental: un niño debe obedecer y sólo el tiempo le irá dando autonomía sobre antiguas obediencias. Madurar pasa por ese momento en que el joven reniega de ciertas reglas, pero para negarlas es necesario haberlas asumido con anterioridad.
Lo ciertos es que sin instrucciones previas es imposible que nadie llegue a instruirse a sí mismo. Sin recibir al principio mandatos de fuera no se pueden asumir después los mandatos que uno mismo se imponga, hasta alcanzar eso que se llama, de forma algo pomposa, libertad.
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