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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Al servicio de las damas

Pueden verse actualmente en Madrid estas dos exposiciones sobre Antonio Saura, ambas soberbias y que, de hecho, componen una insólita pareja. Pues no sólo comparten protagonista, sin duda uno de los talentos esenciales de la pintura española del pasado siglo, si no que además centran la atención en una misma vertiente de su obra, esa deriva primordial que el imaginario de Saura edifica, obsesiva e insistentemente, en torno a la efigie de la mujer. Y, por si fuera poco, aun tratándose de dos instituciones de orden dispar, casi todo en ellas, sea el número y perfil de las obras, el planteamiento estructural o el recorrido expositivo -bien que en una secuencia algo más ajustada a la progresión cronológica de dicha iconografía en la trayectoria del artista, en el caso de la Fundación Juan March; equilibrando cronología con la distinción de las tipologías fundamentales que en ella se asientan (damas, damas verticales, damas en su habitación, mujer sillón, retratos, desnudos...) en el espacio de Marlborough- coincide en buena parte punto por punto. Tanto que, al contemplarlas, uno creería estar viendo doble.

SAURA DAMAS

Fundación Juan March

Castelló, 77. Madrid

Hasta el 19 de junio

SAURA DAMAS-PARTY

Galería Marlborough

Orfila, 5. Madrid

Hasta el 25 de junio

Sin embargo, nada hay a la

postre de redundante en ese esfuerzo estrictamente paralelo que las dos muestras ponen al servicio de las damas de Saura. Como señalaba más arriba, la anatomía femenina traza un surco vertebral en el hacer del pintor aragonés, el más prolífico sin duda entre sus grandes flujos icónicos, bien por encima de las crucifixiones, los retratos imaginarios y autorretratos, las multitudes o los canes goyescos.

Indagación anatómica concretada en esa visión enfebrecida y pavorosa de un cuerpo excesivo, carne abierta en canal hecha sustancia misma de la pintura, que inscribe a Saura en la estirpe estelar que convoca en torno al desgarro corporal, en el arranque de la segunda mitad del XX, a Picasso, Bacon, Dubuffet o De Kooning. A esa estirpe, recordemos, dedicó precisamente el Museo de Bellas Artes de Bilbao en 2001 una muestra memorable, confrontando los desnudos de Saura a la obra de sus pares, acompañada de un balance más escueto de sus damas.

Y es precisamente el fragor propiciado por la incesante metamorfosis de esas damas, en el ciclo espectral que desvelan sus avatares monstruosos como implacable deidad primordial, naturaleza desmedida o vértigo de un ansia insaciable, lo que finalmente excluye por entero la reiteración. Ya que en la reconstrucción dual de esa galería de espectros -en la que por cierto abundan las piezas poco conocidas o incluso inéditas, especialmente en el temprano periodo surrealista de los cincuenta y donde la abundancia de obra sobre papel resulta tan a menudo sinónimo en Saura de una más dúctil y audaz libertad de invención- la ilusión de volver sobre nuestros pasos, de recorrer de nuevo la misma senda, conduce una y otra vez a un paraje insospechado. Pues en la génesis calidoscópica del maestro aragonés, al igual que ocurre con el frenesí expansivo de sus multitudes, es la saturación acumulada por el gesto en su indesmayable desangrarse en lo diverso lo que da finalmente la medida de su intensidad.

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