El Cid, en estado de gracia
A pesar de todo, a pesar de la extrema mansedumbre y falta de casta de los toros de Samuel Flores, hubo toreo y del bueno. No en vano estaba en la plaza El Cid, un torero en estado de gracia, la mente más preclara de la torería andante, al que en estos momentos le embisten todos los toros, al margen de su condición.
Templadas y hondas fueron las verónicas con las que recibió al segundo, y comenzó la faena de muleta en el centro del ruedo para romper la querencia de un manso de libro. El toro se rajó en el momento cumbre, cuando había bordado el toreo en redondo en tres tandas de exquisita calidad, con la muleta siempre por delante, embebido el toro, surgieron muletazos larguísimos, templados, elegantísimos. Mejor, si cabe, la segunda tanda, un compendio de parar, templar y mandar. Cerró con un cambio de manos y un pase de pecho primorosos antes de cerrar con unos preciosos ayudados por bajo y, como es natural, fallar con la espada.
Flores / Abellán, El Cid, Cortés
Toros de Samuel Flores, muy bien presentados, descarados de pitones, mansos de solemnidad y descastados. Miguel Abellán: pinchazo y estocada desprendida (silencio); estocada trasera y caída (silencio). El Cid: pinchazo y estocada baja (palmas); estocada baja (oreja). Antón Cortés: media atravesada (pitos); pinchazo y media (silencio). El Rey presidió desde el palco real. Plaza de Las Ventas, 8 de junio. Corrida extraordinaria de Beneficencia. Lleno.
Mejor estuvo en el quinto, en consumado maestro, artista y valiente, ebrio de toreo bueno ante un toro que desarrolló sentido y le propinó una voltereta sin consecuencias. Pero cuando un torero pisa el terreno que pisa El Cid, con esa pasmosa seguridad y conocimiento, surgen redondos y naturales de profunda emoción. Especialmente largos fueron estos últimos, por encima de las condiciones de su oponente y con el público de Madrid literalmente metido en el bolsillo. La espada cayó baja, pero la plaza entera solicitó la oreja para su hijo predilecto, que se ha ganado la primogenitura a base de valor y arte.
Importante compromiso tenía Abellán después de estar ausente de la Feria de San Isidro. Pero su lote no le permitió confianza, una parte del público le exigió más de lo que debía y él mismo se mostró frío, aseado siempre, porfión, pero sin enfado, sin la intensidad que requerían las circunstancias. Recibió a su primero con unas verónicas garbosas, compitió con El Cid en un quite por chicuelinas, dejó que castigaran en exceso al toro y éste llegó a la muleta sin fuerza y con la cara alta. Muchos pases, pero el madrileño no calentó el ambiente. Tampoco alcanzó su objetivo en el cuarto, siempre al hilo del pitón, mientras algunos le recriminaban su actitud.
Muy manso, punteando capote y muleta, siempre con la cara por las nubes, deslucido y sin recorrido... Así fue el primer regalo que le tocó a Antón Cortés. Ni un pase tenía el animal, y honroso se mostró el torero a pesar del injusto enfado del público. Menos justificación tuvo en el sexto, el único que acudió a la muleta con calidad, pero Cortés no se confió, toreó muy despegado, y su labor careció del fondo que el toro requería. Se alargó en demasía y mostró a todos que el toro era mejor que su toreo.
Todo el mundo sabía que se trataba de una corrida extraordinaria, menos los toros, y éstos, sin ánimo de fastidiar, sino porque lo llevaban en la sangre, casi se cargan el festejo. Habrá quien argumente que no es culpa del ganadero, que trajo lo mejor que tiene; lo que ocurre, quizá, es que quien compró la corrida debió tener presente que la ganadería de Samuel Flores, hoy por hoy, sólo luce descaradas y astifinas defensas y acumula altísimas dosis de mansedumbre y preocupante falta de casta. Imposible que con reses tan sosas y deslucidas se pudieran reverdecer laureles en un festejo que ha encumbrado a toros y toreros en sus casi 150 años de historia.
Babelia
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