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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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La brecha

Josep Ramoneda

DESPUÉS DE FRANCIA, Holanda toma y ensancha la senda del no. Los holandeses han ido incluso más lejos que los franceses: han osado poner en cuestión el sacrosanto euro. Por lo demás, han ratificado que el modelo multiculturalista, lejos de resolver los problemas vinculados a la inmigración, los agrava y genera malestar, miedo y desconfianza. Y que esta desconfianza va directamente dirigida a la tecnoburocracia gobernante, ya sea en Bruselas o en La Haya. La brecha ya es imposible de disimular. El Parlamento holandés hubiese aprobado por amplísima mayoría la misma Constitución europea que los ciudadanos holandeses han rechazado con alta participación y un 60% de votos negativos. ¿A quién representan los partidos políticos holandeses? La crisis de la relación de representación es manifiesta. También en Francia se habría dado esta abismal diferencia entre el voto de los electos y el voto de los ciudadanos. Y otros países se han cuidado de evitar el referéndum para no tener que pasar por esta amarga constatación.

Sin embargo, de lo que está ocurriendo en torno a la Constitución europea se puede decir todo menos que sea sorprendente. Y el malestar holandés con el euro es útil para explicar el porqué del gran desencuentro que vive Europa. En los tiempos que corren nada pesa tanto en el imaginario ciudadano como el dinero: el poder simbólico de compartir la misma moneda, de llevar en el bolsillo los mismos billetes, parecía definitivo. Era un paso hacia la integración europea mucho más determinante que cualquier pacto o tratado que renovara las promesas fundacionales. Pues bien, los holandeses ni siquiera están satisfechos con el euro. Y tiene su lógica: la moneda única era la culminación de una fase de construcción de la Unión Europea guiada casi exclusivamente por la economía. Pero, por su poder simbólico, el euro anunciaba la entrada inevitable e ineludible en la segunda fase: la de la construcción política. La construcción política significa dar protagonismo a la ciudadanía, poner en sus manos la última palabra, es decir, la decisión sobre la soberanía. A nadie puede sorprender que llegado este momento se produzcan serios problemas de encaje y se agudicen las tensiones entre la tecnoburocracia y la ciudadanía, repentinamente convocada a validar un proceso que siempre se había realizado desde arriba.

Para mayor complicación, el proceso europeo se abre al público en tiempos de gran mudanza, con los referentes sociales y culturales desestabilizados por la aceleración producida por la globalización; coincide con la ampliación de la Unión Europea que convierte a los vecinos olvidados del Este en socios, y viene después de dos años de duros enfrentamientos internos, en que la guerra de Irak dividió a Europa en dos: el bloque atlantista y el bloque europeísta, con muchas dosis de oportunismo y demagogia por ambas partes.

Si a ello añadimos la compleja situación de los dos principales países europeos, Francia, en busca de un autor que le reescriba el relato identitario perdido, y Alemania, en plena crisis de su condición de paraíso de la clase trabajadora, es comprensible que todo lo que está ocurriendo suene a terremoto. Lo que Europa está haciendo se enuncia muy fácilmente, pero cada vez que se ha intentado algo parecido ha costado sangre y siglos: metamorfosear una serie de naciones cargadas de historia en una entidad política supranacional capaz de defender los intereses conjuntos con firmeza y de tener verdadero protagonismo en el mundo. Ni más ni menos.

¿Ha fallado la dirección política del proceso? Sin duda. Los gobernantes europeos no han sabido hacer de puente entre la tecnoburocracia de Bruselas y la ciudadanía, entre otras cosas porque forman parte de ella. El intento -conforme a la ideología corriente- de convertir la política en una cuestión técnica, pretendiendo disolver los conflictos en recetas económicas, sirve hasta que la gente dice basta. Los desencuentros de este proceso son perfectamente normales. Pero es descorazonador constatar que los gobernantes no tienen otra respuesta que ganar tiempo. Lo cual sólo favorece a la idea inglesa de Europa: desactivar cualquier proyecto político y volver a la estricta unidad económica. ¿Hay alguien capaz de decir sentémonos y reactivemos la Unión Europea atendiendo las señales que la gente emite? Los líderes de los tres principales países europeos son ya líderes terminales. El más fresco de los gobernantes europeos probablemente es Zapatero, que sólo representa un país medio; está todavía verde en política internacional y tiene bastante mal engrasada la maquinaria de exteriores.

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