Espinas
La befa de la corona de espinas ha dado mucho que hablar. No la que protagonizaron hace unos días en Jerusalén Carod Rovira y Maragall, sino la que refieren escuetamente los evangelios de san Mateo, san Marcos y san Juan, aunque no el de san Lucas. Según este relato, fueron los soldados romanos quienes se la pusieron a Cristo, junto con un cetro de caña y un manto de púrpura, remedos chuscos de la realeza. Dicen los expertos que en la aridez de Jerusalén, la soldadesca habría dispuesto de pocos hierbajos cuya flexibilidad permitiera el trenzado. Probablemente usaron el accanthus mollis, que no tiene espinas, o el accanthus spinosus, que pincha un poco, pero no mucho. El episodio, siempre según los exegetas, tenía por objeto el escarnio más que la tortura, y es probable que el propio Pilatos lo hubiera dispuesto para demostrar a las autoridades judías que Jesús sólo era un iluminado, un revoltoso de vía estrecha, en suma, un hombre inofensivo.
Que haya dudas sobre el vegetal empleado resulta raro, puesto que la auténtica corona de espinas se encuentra, íntegra, en Nôtre Dame de París, porque san Luis, rey de Francia, se la compró a los venecianos, que mercadeaban con todo. Aparte de esto, hay espinas sueltas en muchas iglesias, entre otras, en la iglesia de Santa María della Spina, en Pisa, o en la catedral de Barcelona. A esta valiosa reliquia le compuso en 1907 Enric Morera una sardana titulada La santa espina, que avatares históricos convirtieron en himno semiclandestino de las reivindicaciones catalanas.
Tal vez fuera esta referencia la que tuviera presente Carod Rovira cuando se puso el souvenir, pero lo más seguro, a juzgar por la expresión y el gesto, es que lo hiciera para bromear sobre su condición de víctima propiciatoria de la revuelta política española y su vocinglero reflejo en los medios de difusión. En cuanto a Maragall, no sabemos qué le llevó a participar en la diversión. Quizá estaba de buen rollo. Quizá quería imitar, conscientemente o no, a Pilatos y demostrar que Carod Rovira es un peligro imaginario, un falso mesías. Si fue lo primero, ya ha pedido disculpas. Si lo segundo, la historia dirá si estaba en lo cierto o si, como su ilustre predecesor, se equivocó al emitir el veredicto.
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