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Columna
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Camino de Siracusa

Hubo un tiempo en que la palabra "pensador" era hermosa, como una mañana recién despierta a la vida, y profunda a la vez, como el primer canto del alba. Lo era, porque el pensador no se había acostumbrado aún a escuchar su propia voz; seguía considerando extrañas las palabras que salían, como por encanto, de su boca y por ello las cuidaba tanto, no fuera que, por arrepentimiento, decidieran ellas, las muy livianas, volver al origen y dejar que el silencio agitara sus alas blancas. Pero poco a poco, de tanto practicar el inocuo arte de hablar y de hablarse, no sólo se hizo dueño de su voz, sino que comenzó a regalarlo a todos aquellos que, desprovistos de palabras, las necesitaban como el agua para beber o el aire para respirar. Se los consideraba sabios; y, ciertamente, eran prudentes. Habían asimilado toda la ciencia de sus antepasados en veladas al amor de la lumbre. Era un saber práctico, destinado a que esa cadena que es la vida no se rompiese, a que los problemas cotidianos se solucionasen, a que reinara la paz, máximo bien, y no la guerra, en los estados. Era un saber que se transmitía oralmente, como las historias sobre dioses y hombres que contaban los poetas, de quienes se diferenciaban muy poco, o nada, y que anidaban después en la memoria de sus vecinos. Más tarde, para que nadie les arrebatara sus palabras, para que quedaran y no se las llevase el viento, que no perdona, o se deshiciesen en el tiempo como blandos castillos de blanca arena, comenzaron a ponerlas por escrito, y se les llamó filósofos. Sabían ya, por entonces, que la palabra era más poderosa que un ariete o una daga y más ligera que un caballo que corre libre y azorado. Por ello, los poderosos, desde entonces, no han dejado de intentar seducirlos; y ellos tampoco han dejado de luchar para no serlo. A veces llegan a acuerdos, beneficiosos para ambas partes, y, a veces no. A veces es el poderoso quien, no pudiendo comprar al filósofo, lo vende al destino, lo entrega como rehén del tiempo futuro, condenándolo al exilio, o a la cárcel. A veces era el filósofo, Sócrates por ejemplo, quien, por medio de la cicuta daba por finalizada la partida y decía que se plantaba, que los dados estaban echados.

Siempre hay pensadores que, con la excusa de convertir a tiranos, son ellos los conversos a la tiranía

Platón, discípulo de Sócrates, creyó que podía contribuir a mejorar la relación entre los gobernantes y gobernados. Escribió La República. Y acudió por dos veces a Siracusa; la primera cuando gobernaba en la ciudad el tirano Dionisio el Viejo, con la intención de convertirlo a sus ideas y hacer del ser injusto uno justo. No lo consiguió. Cuando marchó por segunda vez, gobernaba la ciudad Dionisio el Joven, hijo del anterior tirano. Tampoco logró, esta vez, su objetivo, y el gobernante, a la postre, fue derrocado gracias a una sublevación militar.

Baruch Spinoza pulía lentes en una modesta casa de un callejón de La Haya. Un día los vecinos vieron a un hombre que descendía de un carruaje negro, con las cortinas echadas y guardas embozados y que entraba en la casa. Luego supieron que el visitante era Jan de Witt, jefe de la república holandesa e impulsor del régimen democrático (de entonces), que acostumbraba a discutir con Spinoza los asuntos políticos. A Jan de Witt lo asesinaron sus enemigos. Al conocer el hecho, el filósofo y pulidor de lentes, que tenía fama de hombre que no buscaba la notoriedad, sino que anhelaba la vida en la sombra, a resguardo de miradas e indiferente a la opinión que los demás pudieran tener sobre él, se lanzó a la calle y quiso fijar sobre los muros, en el lugar del crimen, un libelo que redactó aprisa y tituló: Ultimi Barbarorum. Sus amigos se lo impidieron, y cabe pensar que le salvaron la vida. Lo que prueba que hay momentos en los que hasta el más templado de los filósofos pierde la razón y se deja llevar por el sentimiento tan humano de pedir cuentas por las afrentas hechas a él, a sus amigos o parientes.

Ha pasado muchas veces. El mismo impulso que Spinoza lo tuvo Zola cuando escribió aquello de J'accuse, para defender a un militar apellidado Dreyfuss, condenado por ser judío, como se demostró. Es el mismo impulso benigno que ha movilizado a los pensadores, haciéndolos salir de sus cátedras o espeluncas (que ya es difícil, porque son lugares cómodos, acogedores y cálidos), para denunciar la injusticia, como en este país en el que han contribuido, conscientes o inconscientes, soñando o velando, a crear estados de opinión; han favorecido e impulsado actitudes éticas y cívicas, que, muchas veces, es lo mismo.

Pero la tentación de Siracusa existe y ha existido desde Platón hasta hoy; y, dados los tiempos que corren, en avión supersónico más bien que en bicicleta, es inevitable, y difícil sustraerse a ella. Siracusa está en cualquier lugar donde el poder tenga cetro y sede bancaria. Los tiranos cambian de nombre, más no de condición. Y siempre hay pensadores que, con la excusa de convertir a tiranos, son ellos los conversos a la tiranía. Ejemplos no faltan, y no merece la pena señalarlos: son legión; ilustrada, claro. Sucede cuando el pensador, consciente del poder de la palabra, la ama por encima de todas las demás cosas, se enamora de ellas, y pierde, por tanto, arrobado e inerme, cualquier atisbo de realidad. Sucede cuando el pensador sólo desea escuchar el eco de sus palabras y echarse, sin rubor, a la sombra de los sonidos. Sócrates lo señalaba: existe una tiranía de aquellos que entran en la vida pública no como gobernantes, sino como maestros, oradores, poetas, porque son capaces de arder o de quemar por sus ideas, o por sus versos, que es el colmo: Nerón.

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Siguen siendo hermosas la palabras "pensador" o "filósofo", cuando van acompañadas de otras como "humildad", "control", "mesura" y, sobre todo, "prudencia": humildad, porque el pensador puede equivocarse; control, porque no es lícito dar salida a cualquier palabra, sino la que pueda dar fruto; mesura, porque el pensador ha de evitar los excesos (verbales); y prudencia, porque en este país tan digno, orgulloso y henchido de vanidad, parece más vicio que virtud.

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