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Columna
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Salude, forastero

El otro día, cuando le preguntaron por el anecdotario de Jerusalén, Carod-Rovira dio ante las cámaras de televisión una respuesta que no comprendí, y añadió para terminar: "El que no entienda, que aprenda". Al encontrarme en esa situación, me di por aludida. Y, aunque estoy dispuesta a aprender, no tengo nada claro en qué puede consistir, en este caso particular, la enseñanza recomendable. Aventuraré algunas hipótesis. Tal vez lo que tengo que aprender es que, por ejemplo, descuartizar libros religiosos ajenos es cosa de bárbaros, intolerantes y colonialistas, un acto indigno que hay que reprobar con toda la energía y toda la razón del mundo, mientras que juguetear a ponerse una corona de espinas (en Jerusalén, en viaje oficial y ante las cámaras) es un gesto irrelevante, una gracia sin más, y sin otro preámbulo que un izquierdismo y una progresía libres de toda sospecha. O lo que es lo mismo, que rebelarse contra el primer acto es reflejo de bien nacidos, y hacerlo contra el segundo, argucia de mal intencionados. O quizá lo que hay que aprender es que lo simbólico no es una categoría universal, sino una franquicia particular y local, que sólo los símbolos propios merecen la consideración de tales y el respeto consecuente (al punto de servir de argumento para la ausencia de homenaje a Isaac Rabin). Esos aprendizajes se me resisten; me temo que voy a suspender.

O es posible que lo que haya que aprender sea a borrar las distinciones entre turista y viajero, y entre viaje turístico y viaje de trabajo, y entre éste último y viaje oficial. Y a considerar nimia, insignificante, la distancia que separa a un ciudadano común y corriente, cuyos gestos y actitudes sólo a él retratan, de un mandatario político cuyo comportamiento representa -esto es, involucra y compromete- a la ciudadanía que le ha designado. Si esta hipótesis recoge la lección que tengo que extraer de esta historia, me parece otra vez que me va a quedar para septiembre.

Aunque tal vez el aprendizaje recomendado sea todavía más complejo y más arduo. Quizá en lo que hay que ilustrarse es en aceptar sin réplica, en asumir sin rechiste una cierta mirada pública sobre el mundo: esa relación con el mundo que reflejan las imágenes de unos políticos que en una calle de Jerusalén (no de Port Aventura), de Jerusalén, donde la política internacional se cuece y se revela como en una metáfora implacable, en Jerusalén, que contiene más de una clave para el futuro de todos, que en ese escenario afilado y urgente, unos políticos, en lugar de estar mirando lo que les rodea, se estén mirando y retratando a sí mismos. Que en vez de brindarnos la posibilidad de comprender a través de sus ojos la realidad de ese país, en lugar de documentar para nosotros lo que allí está pasando, se limiten a documentarse a sí mismos, ofreciéndonos, como imagen más noticiable de su viaje, la foto fija de un egocentrismo (¿o hay que decir egocentralización?), de un ombligocentrismo apabullante. Confío tan poco en aprobar esta asignatura que ni siquiera me voy a presentar.

En fin, que sigo sin entender y no he aprendido. Sólo me queda el consuelo de que existen otras academias. Por ejemplo, la del escritor israelí David Grossman: "Los palestinos pueden enseñarnos muchas cosas sobre nosotros mismos. Tenemos muchos puntos en común. Pertenecemos a dos pueblos que han sufrido mucho. Por eso, resulta incomprensible que no seamos sensibles al sufrimiento del otro. Y, además, nuestras lenguas son lenguas hermanas. Sólo cuando empecé a aprender el árabe comencé realmente a comprender la estructura del hebreo". O la del poeta palestino Mahmud Darwix, que en Según se aleja, un poema que merecería incluirse en el protocolo de viajes oficiales, escribe: "Salude a nuestro pozo y también a la higuera y a su mundo. Paséese tranquilamente por nuestra sombra en los campos de cebada, y salude a nuestro ciprés allá arriba. No olvide que el caballo se asusta con los aviones. Y salúdenos a nosotros que también estamos allí. Salude a nuestra casa, forastero. Salúdela si tiene tiempo..."

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