La batalla de Francia
En esta ocasión, los sentimientos británicos son más contradictorios. En 1940, los británicos estaban unidos en su ardiente deseo de que los franceses dieran un sonoro non a los invasores nazis. Al frente estaba Winston Churchill, francófilo de toda la vida y profundo admirador de las proezas militares francesas. En 2005, seguramente, hay una ligera mayoría de británicos que tiene la vaga esperanza de que los franceses digan no al tratado constitucional y una minoría ilustrada que confía fervientemente en que los franceses digan sí. El lugar de Churchill lo ocupa Tony Blair, que tiene sus propias contradicciones. Desde el punto de vista táctico, un no francés le evitaría tener que afrontar la dura batalla de organizar su propio referéndum. Desde el punto de vista estratégico, necesita un sí para poder tener la oportunidad de alcanzar su doble objetivo histórico -afianzar el Reino Unido en Europa y en su relación con Estados Unidos- antes de que llegue el momento de entregar el testigo a Gordon Brown.
En toda Europa vemos una oleada de 'noes' incompatibles entre sí. Un 'no' danés, en defensa de su Estado del bienestar, es muy distinto de un 'no' polaco
Ninguna de las dos antiguas potencias mundiales de Europa, Francia y el Reino Unido, puede lograr gran cosa por sí sola
Es un error haber incluido tantas y tan detalladas disposiciones legalistas y burocráticas en el documento que recibe cada votante
En toda Europa vemos una oleada de noes incompatibles entre sí. Un no danés, en defensa de su generoso Estado del bienestar, es muy distinto de un no polaco. Incluso dentro de Francia, unos noes son incompatibles con otros. Jean-Marie le Pen y los comunistas franceses son compañeros de viaje verdaderamente extraños. Pero hay una cosa que todos los noes franceses tienen en común: la emoción del miedo. La semana pasada estuve unos días en Francia, y me encontré con una nación atenazada por el miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo a los extranjeros. Miedo al cambio. Miedo a que el ya tópico "fontanero polaco" les quite sus puestos de trabajo, a una UE ampliada en la que París no lleve ya las riendas, a un mundo cada vez más dominado por el "liberalismo anglosajón". Ahora bien, el miedo es mal consejero.
La confianza de los franceses
Français! Françaises! ¿Dónde ha ido a parar vuestra confianza? ¿No os dais cuenta de que Francia sigue siendo uno de los países más ricos, más brillantes, más atractivos del mundo, una nación que no sólo tiene un gran pasado sino que puede tener un gran futuro?
Los más incompatibles de todos son los noes franceses y los noes británicos. Es más, si dejamos aparte la preocupación común de la derecha en los dos países acerca de la soberanía nacional, son casi diametralmente opuestos. Para los británicos, el tratado constitucional es demasiado centralista, orientado hacia los intereses de una superpotencia europea, excesivamente regulador, en pro de la llamada "Europa social", dirigista y estatista: en una palabra, francés. Para los franceses, es peligrosamente neoliberal, desregulador y permite que el capitalismo de libre mercado de tipo anglosajón devore el modelo social europeo, es decir, en una palabra, británico. Una victoria del sí -escribía hace poco el distinguido comentarista André Fontaine en Le Monde- consolidaría "la Europa de Tony Blair". ¡Cómo le gustaría a Blair leer eso en un periódico británico!
En realidad, la única forma de convencer a franceses y británicos para que voten sí sería organizar un intercambio masivo de detractores del tratado entre un lado y otro del canal. Los argumentos en contra de los franceses ayudarían a persuadir a los británicos de que el tratado es beneficioso, y viceversa. (Además, este intercambio humano en masa contribuiría a mejorar la patética situación del Eurotúnel y el Eurostar, los dos emblemáticos y controvertidos proyectos franco-británicos).
¿Cómo es posible que dos pueblos vean una misma cosa de forma tan distinta? En parte, porque los franceses y británicos tienen distintos ojos. Estamos biópticamente programados por versiones opuestas de la Ilustración y tenemos distintas maneras de ver. Más en serio, este efecto aparentemente paradójico es posible porque el tratado constitucional es un enorme y complejo compromiso entre Gobiernos nacionales y, como tal, contiene elementos de ambas perspectivas. Afortunadamente.
Al menos una de las cosas que más rechazan los críticos franceses, el hecho de que sea británico o "anglosajón", es un factor esencial para el futuro de Francia. Al menos una de las cosas a las que más se oponen los detractores británicos, que sea típicamente francés, es fundamental para el futuro del Reino Unido. Cualquiera que observe el alto grado de desempleo estructural en la economía francesa tiene que estar de acuerdo en que su mercado laboral necesita una buena dosis de desregulación y liberalización, a la británica. Por otra parte, la crisis de Irak ha demostrado claramente que, en el mundo posterior a la guerra fría, el Reino Unido no puede ya influir significativamente en la política estadounidense sin ayuda de otros. Es preciso el peso combinado de la Unión Europea. Ninguna de las dos antiguas potencias mundiales de Europa, Francia y el Reino Unido, puede lograr gran cosa por sí sola.
Seamos sinceros: este tratado constitucional es un trabajo descuidado y poco estimulante. No posee ni la sencillez, ni la elegancia, ni las funciones de ordenación fundamentales de una Constitución. En realidad, no es una Constitución, sino un tratado. Es un error haber incluido tantas y tan detalladas disposiciones legalistas y burocráticas en el documento que recibe cada votante. Incluso su principal arquitecto y autor, Valéry Giscard d'Estaing, acaba de reconocer en la revista Time que el texto "es mejor arma contra el insomnio que la mayoría de las pastillas para dormir que venden en las farmacias". ¿Qué fue de la prosa inmortal del preámbulo escrito por él?
No obstante, es el mejor tratado que tenemos. Pese a todos sus defectos, contribuye a que una Unión Europea de 25 Estados miembros (y pronto más) sea capaz de funcionar y pueda hablar con una sola voz -o, por lo menos, voces más coordinadas- en el escenario mundial. Dos tareas urgentes.
Podrán decir que, al establecer la comparación con aquel mayo de hace 65 años, estoy dando demasiado dramatismo a las consecuencias de otra "extraña derrota" en Francia. Tienen razón. Pero la opinión de quienes, en algunos círculos, niegan toda gravedad al asunto -Europa se levantará, se sacudirá el polvo y aprobará un paquete mínimo de cambios institucionales que cumplirán su papel a la perfección- me parece peligrosamente confiada. Conseguir acuerdos duraderos entre 25 Gobiernos no es nada fácil. La Europa actual no está por la labor, como se ve en las airadas negociaciones sobre el futuro del presupuesto de la UE. Y costará mucho tiempo, un tiempo del que no disponemos, porque las nuevas potencias asiáticas, sobre todo China e India, vienen empujando, y la hiperpotencia americana, sin una respuesta europea consolidada, volverá a tener la tentación de ir por su cuenta. Todos los intentos anteriores de unir a Europa han fracasado. No está escrito en ningún lado que éste vaya a triunfar.
Parecer payasos
La semana pasada, en una concentración de socialistas europeos a favor del sí, celebrada en el Circo de Invierno de París, oí un brillante discurso de Carmen González, la mujer del ex presidente del Gobierno español Felipe González. Se centró en un tema sencillo: con demasiada frecuencia, el trágico error de la izquierda ha sido sacrificar lo bueno en busca de lo mejor. La verdad es que lo mejor es enemigo de lo bueno. Este tratado no es el mejor, ni mucho menos, pero es el mejor que vamos a tener. Si lo perdemos, el resto del mundo, desde Pekín hasta Washington, pensará que somos unos payasos.
Français! Françaises! Sed valientes y animosos. Europa confía en que Francia cumplirá con su deber. Os pedimos que, el domingo, votéis sí, malgré tout.
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